VALDELACASA-SALAMANCA

Capítulo VII

VII <<APAÑATELAS COMO PUEDAS>>



         El jueves 26 de junio de 1924 fue la última vez que el secretario  del colegio de abogados, don César Martínez Tordera, vio a su cliente, cuando se presentó en la prisión de Salamanca para comunicarle personalmente la sentencia.

         - Dieciocho años no son muchos; al menos te has librado de la pena de muerte, que era lo peor que te podía pasar.

         Julián Blázquez Redondo escuchó la noticia como quien oye llover; no hizo gesto alguno, ni de contento ni de disgusto: ni se inmutó. Miraba al abogado, pero no parecía verle. Se diría que su atención estaba colgada de un punto inexistente de la estancia.

-         Y que nunca se cumple entera. Tú pórtate bien y verás cómo sales pronto.

         El preso continuó sin decir nada; acostumbrado a oír su propio silencio, era como si le hablaran a la pared.

         - Pues nada, lo dicho, a portarse bien y que haya suerte.

         El señor Martínez Tordera estrechó la mano de Blázquez Redondo de una forma amablemente profesional y se dio media vuelta. Se cubrió la cabeza con su sombrero de fieltro y salió de la cárcel sin mirar atrás en ningún momento.

         A pesar de que pronto se olvidaría de su defendido, no fue el último contacto que el letrado tuvo con el pueblo de Valdelacasa. Al año siguiente, en 1925, tuvo lugar un juicio multitudinario contra cuarenta y tres mozos del lugar.

         Uno de Argujillo, pueblo de la Tierra del Vino, en la provincia de Zamora, se había echado de novia a una moza de Valdelacasa. Como suele ser costumbre, los mozos acordaron cobrarle el vino, como se hacía con todo forastero que pretendiera llevarse a una moza. (En otros sitios, además del impuesto del vino, tiran al galán al pilón.) Se reunió la juventud un domingo para acordar el dinero que se le iba a pedir al zamorano. Se barajaron cifras razonables para la época hasta que intervino un mozo rico, tan fanfarrón como mangoneante, que dijo que menos de quinientas pesetas nada. Se vio en seguida que los cien durazos eran una barbaridad, que daban para muchas arrobas de vino, pero, al final, fue eso lo que pidieron.

         El forastero dijo que eso mismo no lo pagaba. Y como quiera que en ese medio tiempo se complicó la situación entre los enamorados, el de Argujillo se puso gallito gritando que a quien quisiera oírlo que a él no habían quien le cobrara el vino. Y como a chulería va, chulería viene, los del pueblo opinaron que habría que verlo, que de ellos no se reía nadie.

         Un domingo por la noche, cuando el novio salía a caballo en dirección a Peromingo, donde paraba, se le pusieron delante de la montura los más osados, explicándole que de allí no salía sin satisfacer la costumbre. El jinete picó espuelas en cuenta de abrirse paso por las buenas o por las malas. Era lo que estaban esperando los de abajo para intervenir. La mocedad entera, decidida a salvar la honra mancillada, se agarró de las bridas inmovilizando al potro. El animal comenzó a recelar haciendo extraños, hasta que, lanzando al aire sus cuartos traseros de manera súbita, dio con su dueño en tierra estrepitosamente. A resultas de las posibles contusiones que el ofendido se produjera, denunció a la juventud ante el juez municipal, que todavía lo era Joaquín Rodríguez Miguel, el tío Cabrera. Éste procuró apaciguar los ánimos poniendo calma entre uno y otros. Pero el de Argujillo, que era picajoso, no se contentó y dio cuenta del suceso en la comandancia de la Guardia Civil. Los mozos dijeron que ellos iban adonde hiciera  falta y que preferían ir a la cárcel antes que pedirle disculpas a aquel engreído. La madeja se fue enredando de tal suerte que ya no hubo manera de detener la inmisericorde maquinaria de la justicia. Fueron procesados los cuarenta y tres mozos de cuyos nombres se acordaba el forastero y se fijó la fecha para el juicio por faltas. A las citas ante el juez siguieron los aplazamientos, porque nunca estaban todos los acusados: unos en el frente de África y otros en Buenos Aires. Era un jolgorio cada vez que se desplazaba toda la cuadrilla para pasar revista a requerimiento del juzgado.

         Cada uno de los inculpados aportó catorce pesetas para pagar la minuta del abogado contratado para defenderlos, que era de seiscientas. Y el letrado apalabrado no fue otro que don César Martínez Tordera, el de la potente voz, el mismo  que se había encargado de la defensa de Julián el Guiñote.

         El particular pleito quedó en tablas: los mozos fueron absueltos de sus cargos y el forastero no pagó el vino; aquéllos no pudieron darse una comilona con las perras del de Argujillo y éste no se atrevió a volver por Valdelacasa en mucho tiempo.

 

 

         Cuando el juicio de los mozos de su pueblo, Julián Blázquez Redondo ya no estaba ni en Salamanca, porque lo habían trasladado.

         Después de dictarse sentencia, se quedó en la prisión de la Cuesta Sancti  Spiritus provisionalmente, es espera de que la autoridad competente decidiera dónde iba a cumplir la condena.

         El 6 de agosto se recibió un escrito en la cárcel de Salamanca, proveniente de la Dirección General de Prisiones. El oficio estaba dirigido al director del establecimiento y venía de la sección 1ª, negociado de Destino y Conducción de penados:

 

                   Con esta fecha, digo al presidente de la audiencia de Salamanca lo que          sigue:

 

                   Habiendo recibido la hoja de condena que previene el Real Decreto de   24 de noviembre de 1890, referente  a Julián Blázquez Redondo sentenciado      por ese tribunal a la pena de dieciocho años, dos meses y un día de reclusión     temporal por el delito de homicidio, cuyo reo se encuentra en la prisión de      Salamanca, se ha destinado en el día de la fecha a la de San Miguel de los        Reyes para que extinga su condena.

                   Lo que traslado a Vd. para conocimiento y demás efectos.

                   Dios guarde a Vd. muchos años.

                   El director general.

 

 

         El 18 de agosto de ese mismo año, el gobernador civil de la provincia de Salamanca dispone el traslado por orden que se recibe en la dirección del penal:

 

                   El director de la cárcel de esta capital, en virtud de la presente orden, se          servirá hacer entrega a la Guardia Civil del preso Julián Blázquez Redondo      para ser conducido a San Miguel de los Reyes, según orden de la inspección          general de fecha 6 del actual.

 

         El 23 del mismo mes, el guardia responsable de la conducción, Luis Gallego Segurado, toma a su cargo la custodia de Guiñote y se pone en camino hacia Valencia en compañía de otro número, después de rubricar la hoja de entrega:

 

                   Recibí al preso a que se refiere la presente orden que sale conducido    por la pareja de la Guardia Civil destinado a la prisión de San Miguel de los    Reyes (Valencia) a cumplir la pena impuesta por el tribunal sentenciador,   yendo socorrido y llevando cuarenta y ocho pesetas del peculio de libre     disposición.

 

         Once días emplearon en llegar a Valencia. Los 564 kilómetros que separan la ciudad del Tormes de la del Turia, fueron recorridos  en casi dos semanas; a poco más de cincuenta  kilómetros por jornada. Hasta el 3 de septiembre no ingresa Guiñote en la nueva prisión, según escrito que el director de la de San Miguel de los Reyes envía al de la de Salamanca con fecha del día siguiente:

 

                   En el día de ayer ingresó  en este establecimiento el sentenciado por la          audiencia de esa capital Julián Blázquez Redondo, procedente de esa prisión          de su digno cargo. Con la documentación que al margen se expresa.

                   Lo que comunico a Vd. a los efectos consiguientes.

                   Dios guarde a Vd. muchos años.

 

         La documentación expresada al margen, era la hoja de conducción, la hoja disciplinaria, la de conducta y los antecedentes.

 

 

         La vida del Guiñote es un Guadiana que aparece y desaparece cuando menos se espera. Recuérdese que no existe razón alguna sobre su persona desde que nace hasta que ya es grande y mata a Dionisia. Se ignora cómo fueron su niñez y juventud, dónde trascurrieron, y si fueron dichosas, aunque lo más seguro sea que no. De su mocedad, sí se sabe porque siempre fue mozo, muy a su pesar. Sus coetáneos lo recuerdan solo y pobre, sin nadie que le valiera y mirando por las esquinas, buscando sin encontrar. Pero ninguno de ellos supo nunca, ni tampoco se preocupó de averiguarlo, de dónde venía y mucho menos a dónde iba. Aunque su destino se pudiera adivinar, porque era un hombre condenado a ser ridículo. Oscura su vida, simples sus ambiciones, pobre la existencia y vulgar el crimen que cometió. De pocos hechos, mal mozo, enclenque, birria, caricatura de ser humano, adefesio, para una vez que juega a ser tan hombre como el que más, le pegan un empujón y lo hacen caer de costillas como a un mamarracho; luego mata a la mujer en que se había fijado. A ver si no es una ironía.

         Nunca tuvo nada, ni memoria de sí mismo. Acaso sea esa la razón por la que el curso de su vivir aparezca y desaparezca, porque no tiene importancia. Nunca mereció la pena para nadie, ni siquiera para los encargados de hacer el traslado de los documentos de la cárcel de San Miguel cuando se cerró, que no pusieron el menor cuidado para evitar la pérdida de su expediente.

         Donde quiera que estuvo, el Guiñote no tuvo suerte.

         Lo cierto es que no cumplió toda la condena que le fue impuesta, porque su rastro reaparece al cabo de siete años, de nuevo en Salamanca.

 

        

         En 1931 está registrado su nombre en el hospicio de Salamanca; en el Real Hospicio de San José, que fue fundado en 1752 por el obispo don José Zorrilla, para que fuera refugio de niños abandonados y de ancianos desamparados.

         En la página 315 del libro de entradas, figura Julián Blázquez Redondo, natural y vecino de Valdelacasa, de cincuenta y siete años de edad, soltero e impedido. Y que ingresó el 30 de marzo de 1931 por orden del señor presidente.

         Por aquel entonces y a sus cincuenta y siete años largos, Julián tenía apariencia de anciano –los infelices envejecen antes-, desde luego estaba desamparado y, a lo que se ve, impedido. Su media cojera habría ido en aumento y la semichepa lo dobló del todo. Pudo ser que lo cogiera algún indulto; o que saliera por haber cumplido sin arrestos casi la mitad de la condena; o que, dado su comportamiento nada peligroso, así como su ruina física, lo soltaran. Después de todo, lo mismo daba que acabara de pudrirse en la cárcel o que lo recogieran en un asilo. Cárcel u hospicio, los únicos lugares en su vida donde miraron por él.

         En junio de 1931 solicitó permiso para ir a Valdelacasa, a su pueblo, al fin y al cabo. Puede que aún le quedara la esperanza, que soñara con encontrar al fin algún calor. Vana pretensión después de lo que hizo, pero a lo mejor hasta pensaba que las personas, una vez cumplido el castigo por los propios pecados, quedaban limpias.

         La comisión gestora del Hospicio de San José le concedió un permiso temporal e indefinido, empezando a hacer uso del mismo el día 13 de junio de 1931, un sábado caluroso del año de la República.

 

        

         El Guiñote se desplazó a Béjar. Aunque supusiera dar una vuelta considerable para llegar a Valdelacasa, era la mejor comunicación, por el tren. De otro modo habría tenido que encontrar quién le llevara, aprovechar unos muleros o algún carro. Y de esta otra manera no había más que coger el tren hasta Béjar y luego hacer dieciséis kilómetros andando; y bastantes menos como se conocieran bien los atajos de la sierra.

         En la cabeza de partido se encontró con varios de Valdelacasa que no se dieron a conocer. Al principio pensó que no lo identificarían, porque iba con uno de esos trajes azules de tela de gabardina que se usaban en los establecimientos benéficos: todos iguales y sin prestar demasiada atención a las medidas. Pero más tarde se convenció de que no le querían dar la cara. Que a lo mejor se los encontraba de frente y miraban para otro lado, después de sorprenderse; o que se hacían los distraídos. No es que él hubiera esperado que lo recibirían con los brazos abiertos, pero tampoco que lo huyeran como ha apestado.

         Era sábado y estuvo hasta el lunes en la ciudad textil. Dando vueltas a las calles y a sí mismo. Por un lado quería volver a su pueblo, sus viejas callejuelas, a la gente incluso, al cabo de los años. Por el otro, tenía miedo de volver; si con los que se había encontrado ni lo saludaron, igual en Valdelacasa era peor. Dudaba, pero estaba allí y el permiso lo había pedido para ir, así que se decidió. Que fuera lo que Dios quisiera.

         El lunes por la mañana echó a andar camino de Valdelacasa. No tenía prisa y por eso no madrugó.

 

 

         Antonio el Estanquero tenía comercio en Valdelacasa. Un negocio como un rastro, porque allí había de todo; lo mismo ropa que sogas; desde tabaco a comestibles, lo poco que gastaba la gente fuera de lo que producía la tierra: el azúcar y la sal; de faroles a botijos; aperos de labranza y bridas para  los caballos. Cualquier útil necesario se compraba en casa del tío Estanquero; y si no lo tenía, él mismo lo traía de Béjar, por encargo. Era la única tienda en el pueblo y, como se ve, lo mismo servía para un roto que para un descosido. Hasta las medicinas se las encargaban a él.

         El hombre iba cada dos semanas a reponer su almacén y a hacer los encargos que tuviera. Enganchaba la pareja de burros, salía de buena mañana por el camino de Valverde, llegaba hacía el mediodía a Béjar, hacía la carga, y, antes del oscurecer, ya estaba de nuevo en Valdelacasa.

         El lunes 15 de junio de 1931 salió por la mañana, como de costumbre cada vez que viajaba. Hizo casi todo el camino a pie, al lado de los burros, animándolos en  cada cuesta. Pasado  Navalmoral, cuando avanzó al teso, desde donde Béjar se ve culebreando sobre el barranco, vio venir un hombrecillo en dirección contraria. Traía un macuto al hombro y, por los andares, parecía Guiñote. Esperó a que se acercara para acabar de cerciorarse y, efectivamente, no había duda.

         Tío Antonio, el Estanquero, no recuerda la fecha exacta de aquel día en que se encontró con Julián, ya llegando a Béjar. Sabe, eso sí, que fue después del año 30, aunque poco; porque compró el carro a finales del 30 y, cuando vio a Julián, lo tenía nuevo todavía.

         Pero la fecha exacta fue el lunes 15 de junio de 1931.

         Cuando los dos hombres estuvieron a la misma altura, se miraron. Se reconocieron mutuamente,  pero Julián no dijo nada; pensaría que el Estanquero no lo iba a saludar, como hicieran los otros paisanos con los que se encontró. Pero esta vez se equivocó:

         - Coño, ¿ya no conoces a la gente? –le dijo el comerciante.

         - No voy a conocer, de sobra –contestó Guiñote, algo emocionado. Eso de que se espere una descaración y se reciba una amabilidad, debe sentirse.

         - ¿Y qué haces tú por aquí?

         - Pues ya ves.

         - ¡No irás al pueblo!

         - Allá iba.

         - ¿Pero no tienes vergüenza de volver?

         Probablemente Guiñote no se hubiera planteado si tenía vergüenza o carecía de ella, por lo que guardó silencio.

         - Por lo que más quieras, no vayas, porque le vas a buscar una ruina a alguien.

         - To, y qué voy a hacer.

         - No vayas. Tú hiciste un crimen, no vayan  a hacer otro contigo.

         Julián Blázquez Redondo se quedó callado. Hizo un imperceptible encogimiento de hombros y dejó pasar el silencio. Estuvo cavilando, mirando al suelo; sintiéndose mirado como si esperaran de él que hablara. Una sensación que había experimentado muchas veces. Al fin la dio por contestar; como le podía haber dado por lo contrario y permanecer callado.

         - Yo ya he cumplido.

         - Aunque hayan cumplido. No debías ir. No ves que la gente no te quiere ni ver.

         Fue todo lo que hablaron. Antonio el Estanquero arreó la pareja de burros en dirección a Béjar y Guiñote echó a andar en dirección contraria.

 

 

         Miguel Nieto y Nieto era arriero. Se ganaba la vida como podía, igual que todos, pero sobre todo se dedicaba a llevar aceite de la sierra, o de Extremadura, a tierras de la Armuña y de Castilla. Aquí cambiaba el óleo por trigo y por harina. Llevar de lo que sobraba en un sitio a otro donde hacía falta, y al contrario, en un continuo camino de ida y vuelta. Con lo que le restaba de los cambalaches era con lo que iba tirando. En los portes se quedaba con algo de harina y de aceite, unido ello a los cuatro huerticos de los que sacaba las patatas y al marrano que mataba por Navidad, era de lo que comía su familia. Lo poco que ganaba  en los tratos era dinero limpio para comprar el cebón o la ropa que se fuera gastando. Tenía un par de mulas para el negocio.

         El lunes 15 de junio de 1931, sería algo después de comer, cuando Miguel Nieto y Nieto iba cargado de harina en dirección a la sierra para cambiarla por aceite. Lo acompañaba Tomas Tuanero, que también se dedicaba a lo mismo y con el que de vez en cuando hacía collera. Era éste el hermano pequeño de aquellos Tuaneros que hicieron las muertes en la Fuente el Valle el año 1896.

         Antes de llegar a Peromingo, cuando cruzaban sobre las caballerías el río Sangusín, afluente de la margen izquierda del Alagón, vieron a un hombrecillo tratando de vadearlo a pie. Llevaba las alpargatas en la mano, una especie de morral al hombro y había remangado hasta más arriba de las rodillas las perneras de los pantalones. Tenía puesta una gorrilla en la cabeza y parecía poco resuelto: como no anduviera con ojo, el agua se lo llevaba.

         Aunque más vieja, la figura era inconfundible.

         - ¿A que no sabes quién es? –dijo Miguel Nieto a Tomás Taunero.

         - Parece Guiñote.

         Julián Blázquez Redondo no los había visto, atareado como estaba en su intento de guardar el equilibrio para no resbalar sobre alguna piedra. Los arrieros lo llamaron:

         - ¿Cómo andas tú por aquí?

         - ¿Pues no estabas en la cárcel?

         - Me han soltado.

         - ¿No parece algo pronto?

         - A ver si te has escapao.

         - Me han dao un indulto.

         - No habrá sido por bueno –ironizó Miguel Nieto.

         - A éste lo han hechado porque ya no lo querían ni allí –continuó la broma Tomás Taunero.

         El hospiciano se alejó pesaroso: prefería que no quisieran decirle nada a que lo tomaran a chirigota.

 

 

         El Guiñote llegó a Valdelacasa por la tarde de ese mismo lunes, ya cerca del oscurecer. Andaba miedoso y no se dejó ver de nadie. Probablemente quisiera esperar acontecimientos; a ver cómo lo recibían, cómo estaban los ánimos. O puede que se preguntara simplemente qué era lo que él hacía  allí; qué se le había perdido, y decidiera darse la vuelta y desaparecer. Que a lo mejor tenía razón el Estanquero cuando quiso quitarle la intención.

         El pueblo no había cambiado nada con respecto a lo que él recordaba: ocho años son poca cosa en un lento envejecimiento. Las  calles, idénticas, con los mismos cerdos y las mismas gallinas paseándose a su aire; las caballerías de siempre; iguales arados romanos junto a las puertas de los corrales; las boñigas por doquier, el olor a vaca: olor a su pueblo. Mujerucas encogidas y de negro, hombres de pana gastada. Acaso algunas caras nuevas, de los mocitos que se habían  hecho hombres y de niños convertidos en jovenzuelos.

         Preguntó a unos rapaces que jugaban a la peonza que quién tenía la posada. Yendo a la posada y pagando como un forastero más que estaba de paso, pensó que nadie le podía decir nada en el caso de que vinieran mal dadas. Buena gana de meter a los allegados, en el caso de que lo recibieran, en un compromiso.

         Años antes, en 1925, Marcelino Gómez Guillermo había dejado la posada. No la podía atender en condiciones y él con la zapatería tenía bastante, con los hijos ya grandes y casados. La cogió, tras un traspaso verbal con apretón de manos, Francisco Pérez Carrasco, Quico Calama, que tenía entonces tres hijas, una de ellas con edad suficiente para administrarla. Y, a poco que crecieran las otras dos, le sobraban mujeres.

         Era casi la hora de cenar y en la cocina del tío Calama había mucho barullo de gente. Estaba la familia y estaban los viajeros que paraban aquel día, y jugaban a las cartas. En este tipo de posadas, medio de tapadillo, se hacía corrobra porque pasaban caras nuevas que contaban historias de otras tierras, y se jugaba a la brisca. Las caballerías, los medios de transporte, descansaban en el corral frente al pienso, mientras sus dueños se solazaban en la tertulia de la cocina.

         Llamaron a la puerta de la calle quedamente. Una de las hijas de Quico, Isabel, fue a abrir. Era una modicuela de quince años dicharacheros. Iba a echar mano de la tranca en el preciso instante den que empujaban desde fuera, con lo que la hoja superior de la puerta estuvo a punto de darle en las narices. Como andaba distraída, se sorprendió y dio un grito.

         Delante de ella tenía a un hombre bajetillo, ya mayor, contrahecho de cuerpo, que la miraba insistentemente desde el fondo de unos ojos azules chiquitininos, muy juntos.

         - Buenas –saludó la mocita con la voz entrecortada del susto.

         - Buenas –le contestaron.

         - ¿Qué desea usté? –preguntó Isabel al desconocido.

         Pero el hombre después de dar las buenas noches, no dijo nada más. Sólo la miraba. Isabel pensó que a lo mejor era un pobre de los de por Dios, de esos que venían pidiendo por las casas. Ellos pedían una limosna <<por Dios>> y se les contestaba <<Dios le ampare>>. El caso es que no lo parecía, porque lo que se dice desastrado no se le veía. Dentro de la humildad de su atuendo, un azul casi uniformado, se le veía limpio.

         - ¿Quiere usté pan? –preguntó la mocita, que comprendía que a pesar de las apariencias nunca se sabía del todo con quién se la jugaba uno.

         Nada contestó el hombrito. Seguía mirándola con fijeza.

         - ¿Quiere usté vino?

         Y tampoco. La muchacha ya no sabía qué decir, ni qué ofrecer. Mudo no era porque le había oído hablar. Vendría entonces queriendo buscar un sitio para dormir, y no se animaría a decirlo no siendo que se equivocara de sitio.

         - ¿Quiere usté posada? Tenemos posada.

         Por fin abrió la boca el forastero, pero fue para preguntarle si estaba su padre. Eso sí, muy educado y tratándola de usted. Isabel, desconcertada, informó afirmativamente con la cabeza.

         - ¡Calama, sal! –llamó el desconocido.

         Isabel Pérez se quedó pensativa, sin entender nada. Vaya con el hombre; ahora resultaba que conocía a su padre y a ella no le quería contestar. Pues quién demonios sería.

         Francisco Pérez Carrasco contestó desde dentro sin levantarse de la mesa en la que estaba jugando a las cartas, que  quién era.

         - Soy Julián.

         Pues qué Julián vendrá a estas horas que no se anima a entrar, pensó el tío Calama. No obstante, dejó las cartas sobre la mesa y salió a ver quién era el que lo llamaba. Se quedó extrañado al reconocer al personaje que esperaba a la puerta.

         - A ver si me dieras posada por esta noche.

         - Mira, no. Apañatelas como puedas, pero en mi casa no te puedes quedar.

         - No era más que por hoy.

         - Lo siento mucho, pero ni por un día ni por nada. No quiero líos.

         Fue un duro golpe, pero el hombre no contestó nada más. Dio media vuelta y desapareció del dintel.

         Cuando tras cerrar la puerta, padre e hija volvían hacía dentro, Isabel preguntó que quién era, y que por qué no le había dado posada, si mala pinta no tenía.

         - Claro, tú no te acuerdas. Es aquel Guiñote que mató a la Dionisia.

         Isabel Pérez había ido creciendo y no reconoció al hombre con quien ella acostumbraba a sentarse a la lumbre cuando su padre la mandaba a avisarlo. El que había matado a Dionisia; del que tanto se había hablado en los últimos años. Sólo que ella entonces era una niña y, aunque aprendió de memoria la historia del crimen del Molino y aquella misma noche fue a ver a la muerta, nunca relacionó al homicida  con aquel hombre que ella recordaba.

         Al instante asoció sus recuerdos con el susto que le dio el desconocido al pretender abrir la puerta cuando llamó. Sintió un escalofrío extraño que se le quedó dentro. Se le metió en el cuerpo el desasosiego y desde entonces no volvió a abrir la puerta llamara quien llamara, porque siempre temía que se la abrieran desde fuera sin avisar, de manera súbita. Prefería que estuviera abierta y entrara quien quisiera; así ella lo veía venir y no la sorprendían.

 

 

         Julián  hizo tiempo para que acabara de caer la noche. Pasó por la calle de la Atalaya, donde seguía la puerta del Molino, por la que tantas veces había entrado en otro tiempo. Anduvo entre las sombras, con cuidado de que nadie lo viera, dudando. No sabía si buscar un pajar para pasar la noche o llamar a la puerta de sus lejanos parientes, los Polines, los Pies de Casa, los Fincas; o irse del pueblo y no volver más porque no lo iban a querer.

         Se decidió por la casa de Félix González, tío Fincas, quien lo metió dentro en seguida, temeroso de que alguien se percatara.

         A la mañana siguiente, Guiñote se dejó ver. A la puerta del tío Félix Fincas, rondando por las Saleras donde vivían los Polines; frente a su antigua casa, convertida en establo. La gente lo miraba de reojo; pocos lo saludaban y todos lo señalaban con el dedo.

         Bajando de la parte alta del pueblo, por las Saleras, se encontró con Germana Miguel Merino, que subía. La mujer no lo pensó dos veces, se fue hacia él y empezó a patearlo con rabia. En un momento, y como el hombre no se defendía –se ignora si por falta de fuerzas o por evitar complicaciones-, lo echó contra una pared para golpearlo como a un saco. Puñetazos, empujones y tarascadas… Germana pegaba con saña y con lo primero que pillaba a mano.

         Sólo después de recibir la primera andanada de golpes, Julián se decidió a pedir auxilio. La paliza fue contemplada por varias mujeres, que no intervinieron.

         - Anda, que se vengue –dijo alguien.

         - Después de lo que le hizo a su hermana, que lo mate.

         Si la dejan, Germana acaba con los días de Guiñote, pero, al final, la separaron unos hombres. A ella le dijeron que no se pusiera así, que no iba a arreglar nada; y a él que se fuera del pueblo, que a qué había vuelto. Y que allí no le querían ver.

         Félix González, tío Fincas, trabajaba entonces de jornalero en la casa de Filomeno Moreno Hernández, al igual que su hijo Segundo. Hasta los oídos del amo había llegado la noticia de que Guiñote estaba en Valdelacasa. Llamó a su criado para decirle que hiciera lo que quisiera, pero que él no quería ver a ese hombre en el pueblo; que lo echara de allí como fuera, que no quería más líos.

         Al tío Félix Fincas poco le tocaba Julián; eran sus abuelas las parientes y, como el otro había hecho una cosa muy mala, ninguna obligación tenía para con él. Además Félix estaba viudo, tenía cuatro hijos, y no se había querido casar por no darles una mala madrastra, así que después de todo no iba a poner en peligro el pan de los suyos por acogerlo. Que se las apañara como pudiera. Los tiempos estaban muy malos y había que ir a buscar  el rancho donde lo hubiera; y si él tenía la suerte de trabajar en una buena casa, no se iba a jugar todo eso así, de buenas a primeras. Y no sólo porque le pudieran decir que se fuera de casa de Filomeno si acogía al Guiñote, que,  si así fuera, en las de los demás ricos tampoco iba a encontrar acomodo. Porque todos eran unos. Quién le mandaba a él enemistarse.

         Así se lo hizo saber a Julián Blázquez Redondo; que, aunque ya hubiera cumplido la condena, lo que hizo fue una cosa muy fea y la gente no lo había olvidado; que mejor que se fuera de allí, porque, de lo contrario, los iba a meter en un compromiso.

 

 

         Alejandro Paramás, de los Polines, el padre de María la Petaca, buscó a Julián el martes 16 de junio para llevarlo a comer a su casa. En el transcurso de la comida se preocupó de quitarle de la cabeza la idea de permanecer un día más en Valdelacasa y de convencerlo para que se largara cuanto antes.

         - Es mejor que te vayas, si no, vamos a tener un disgusto.

         - Pero si yo ya he cumplido el presidio.

         - Es igual. Tú aquí ya no haces nada más que comprometer a la gente.

         - A mi no pueden hacerme nada, yo ya he pagado lo mío.

         - Como si no. Lo que tienes que hacer es irte.

         - ¿Y adónde voy a ir?

         - To, ¿no decías que estabas en el hospicio?

         - Pero el mi pueblo es éste.

         - Tú donde mejor puedes estar es en el sitio ese del hospicio. ¿No viste lo que te pasó con Germana? Pues deberías haber escarmentao. Lo que hiciste, a la gente le duele. No te creas tú que se van a olvidar así como así.

         Aquella misma tarde del martes, entre unos y otros sacaron de Valdelacasa a Julián y nadie volvió a verlo nunca más.

         Una vez ido, aparecieron en un camino unas cabezadas de mulas. A  la gene le dio por pensar que eran de ganado robado. Y hubo quien quiso tildar a Guiñote de cuatrero. Ganas de hablar.

        

 

         El miércoles 17 de junio de 1931, Julián Blázquez Redondo volvió a ingresar en el Real Hospicio de San José de Salamanca. Ya no saldría nunca más de entre aquellas paredes. Su vida transcurrió entre los niños abandonados que estaban en un ala del edificio y los viejos como él, desamparados, que se desgastaban al sol cuando lo hacía.

         Rumiando su existencia; el recuerdo de los días pasados, de su pueblo en donde no lo querían, de su casa, cada calle, cada cara; aquel Ricardo que tanto lo embromaba –luego el hombre tendría mal fin: acabó ahorcándose en su pueblo, en el Tejado-; Dionisia, como un mal sueño; la cárcel; el odio en los insultos de Germana cuando lo golpeaba; los parientes lejanos echándolo de Valdelacasa. O a lo mejor no recordaba nada y solamente se dejaba morir.

         Se le metió la enfermedad en la barriga y se iba quedando más flaco, como un pajarito. Pudo ser que el mal le entrara por las dudosas condiciones higiénicas, por una leche mal hervida, por falta de medicamentos apropiados; pero también pudo ser que todo fuera pena.

         Las Navidades de 1934 las pasó sin levantarse de la cama, cada vez más enfermo. Lo que comía con dificultad por un lado, lo echaba por el otro sin apenas digerirlo. Sin fuerzas, derrotado, se iba acabando.

         El primer día del año 1935 dejó de vivir.

 

 

         Su certificado de defunción se conserva en los archivos del Registro Civil de Salamanca:

 

                            En Salamanca, a las diez y cuarenta y cinco del día 2 de enero        de 1935, ante don Joaquín Segovia de la Mata, juez municipal de la misma y         de don Luis Valdés Talamita, secretario, se procede a inscribir la defunción de   Julián Blázquez Redondo, de 60 años de edad, natural de Valdelacasa, hijo de        don (se ignora), y de doña (se ignora). Domiciliado en el hospicio de esta       ciudad, profesión acogido y estado soltero.

                            Falleció el 1 de enero de 1935, a las 10:06 de su mañana, en          dicho hospicio a consecuencia de una enteritis tuberculosa, según resultado de          certificación facultativa y reconocimiento practicado a su cadáver. Habrá de          recibir sepultura en el cementerio de esta capital.

 

 

         Se murió olvidado y sin que se le conocieran los nombres de los padres. Nació marcado un martes de 1873 y murió de la misma manera el primer martes de 1935. Sesenta y un años, tres meses, veintidós días, once horas y seis minutos entre dos martes, sin vivir en paz.

 

 

         Los últimos días de diciembre de 1934, estaba Miguel Nieto y Nieto haciendo la matanza en su casa cuando se le puso mala la suegra. El médico titular de Valdelacasa  dijo que él no podía hacer nada y que era necesario trasladarle inmediatamente a Salamanca. La llevaron a la ciudad y quedó ingresada en el Hospital de la Santísima Trinidad.

         Miguel Nieto y Nieto dejó matanza y se fue con la ambulancia que llevó a la madre de su mujer. Y allí estaba permanentemente a la cabecera de su cama, no retirándose más que para lo imprescindible, porque se les iba para el otro mundo. Un día llegaron unos señores, muy trajeados ellos y de buen porte, que dijeron que querían hablar con él, que hiciera el favor.

         No recuerda bien la fecha exacta, pero seguro que fue en los primeros días del año 1935.Primero le preguntaron si era vecino de Valdelacasa, a lo que respondió que sí. Entonces le dijeron que acababa de morir en el hospicio un hombre de su pueblo, Julián Blázquez Redondo de nombre, y que si lo conocía.

         - Sí señor, no lo voy a conocer.

         Quisieron saber si el hombre tenía familiares que lo reclamaran. Miguel Nieto y Nieto les respondió que ninguno, que siempre había vivido solo y que nadie había que lo fuera a llorar, sobre todo después de lo que hizo.

         Entonces uno de los señores le dijo que, siendo él del pueblo, pues que si no tenía inconveniente en dar su conformidad para que el cadáver de Julián Blázquez Redondo pasara a disposición de la Facultad de Medicina de Salamanca, y sirviera así para que los estudiantes realizaran sus prácticas.

         Miguel Nieto y Nieto no tuvo inconveniente ninguno. A él, y estaba seguro que lo mismo a todos los vecinos de Valdelacasa, le tenía sin cuidado lo que fueran a hacer con el cuerpo de Guiñote. Igual que lo abrieran los estudiantes, que lo dejaran sin enterrar. Por eso contestó:

         - Anda, que lo mate Dios.

 

 

 

 

 

 

GLOSARIO

 

A

 

Abarcucear: Acción de ceñir con los brazos algo pesado y voluminoso.

Andar a gajos: Expresión que, literalmente, indica la acción de recoger maderas y palos (gajas) para la lumbre. En sentido figurado, andar perdiendo el tiempo torpemente.

Aparragado, da: Se dice de quien se posa deslavazadamente en el suelo, ni sentado ni en cuclillas.

Apazconar: Siempre relacionado con la comida, término que se utilizaba para explicar la acción de dar de comer a los animales. En participio también se aplica a las personas, puesto que un hombre puede estar bien apazconado si ha comido a gusto y lo suficiente.

Arganear: Titubear en el trabajo, perder el tiempo conscientemente.

Arrebolado, da: Se dice de quien no está enteramente en su sano juicio.

Arrepuñado: Referido a los puños, coger a puñados, ansiosamente.

Astilla: Se llama así, en Valdelacasa, al cuarto de tronco cortado transversalmente para arder en la lumbre. El leño de estas características es denominado en la comarca racho.

 

B

 

Caraba: Compañía, acompañamiento. La gente busca la caraba para no estar sola.

Corrobra: Reunión, tertulia.

 

CH

 

Chaperón: Desperfecto de mayor o menor importancia. Por extensión, arreglo del mismo.

Chicato: Persona pequeña, sin ser enana.

 

D

 

Descaración: Contestación rotunda, casi insolente.

 

G

 

Gajuna: Hierba seca y liviana lo bastante consistente como para servir de mondadientes.

 

L

 

Ladero: El que camina de medio lado a causa de alguna deficiencia física, generalmente congénita.

Lebrel: Peyorativamente, hombre pequeño y poco capaz. También el que parece que nunca ha roto un plato.

 

 

 

M

 

Mandaero: El que manda algo, pero nunca mucho.

Molear: Acción de masticar con dificultad, por la carencia de dientes.

 

P

 

Parlao: Conversación corta y generalmente intrascendente.

Pilongo: El niño sacado del hospicio para amamantarlo a cambio de un subsidio oficial, y no devuelto, acaso porque se queda como criado en la casa en que fue recogido.

 

R

 

Racho: Cada una de las partes en que se divide transversalmente un tronco de madera para meter en la lumbre como leña, de alrededor de un metro de largo y con aristas cortantes.

Reballar: Relacionado con la acción de levantarse de la cama, o con la de no acostarse, siendo la hora.

 

T

 

Tajo: Tosco asiento de madera sin respaldo, taburete.

Tasajo: Porción cumplida de pan o tocino, o de cualquiera de los componentes del mondongo.

Tierna de ojos: Expresión utilizada para determinar a la persona miope y lagañosa.

Tirar los pantalones: Expresión usada para referirse a la satisfacción de las necesidades fisiológicas.

Toral: Confluencia de varias calles sin que formen una plaza.

 

 

 

        

 

 

 

 

 

        

 

        

 

 

        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1.-TIO FEO (Abuelo de tío Gorón). Además de mas hijos tiene a:

 

         2.-MARCOS MORENO que se casa con JUSTA PÉREZ (de Los Santos)        y tienen los siguientes hijos 3:

 

                   3.-HERMENEGILIDO (médico) que casa con MARIA ALVAREZ y                    tienen 4 hijos:

                            4.-CELSO

                            4.-MARCOS

 

                            4.-BENIGNO se casa con una de Los Vega de Guijuelo,                                              tienen 10 hijos y entre ellos:

                                      5.-VICENTE MORENO VEGA (médico jubilado 1993,                                         con 2 varones y 2 hembras médicos, y un profesor                                              de dercho)

                                      5.-FELIPE (MÉDICO, CASADO CON H. TEDORA)

 

                            4.-ISABEL

 

 

                   3.-GREGORIO (GORÓN) tres esposas:

 

                   a.-AGUSTINA MORENO (prima). 2 hijos:

                            4.-ADOLFO que casa con su prima VICENTA hija de Angel el tío                               Mellao.

 

                            4.-FELISA que casa con su primo FILOMENO MORENO                                             HERNÁNDEZ hjo  del Tío Mellao, tienen 5 hijos:

                                      5.-ANTONIO

                                      5.-PACO EL PEGO

                                      5.-CELEDONIA

                                      4.-VICTORIANA (madre de Tedosio)

                                      5.-TERESA

 

                   b.-SOBRINA CARNAL 3 hijos:

                            4.-VALENTINA

                            4.-VICTORIA

                            4.-EULOGIA

 

                   c.- MANUELA, SOBRNA CARNAL: 1 hija

                            4.-BEATRIZ se casa con su primo VICENTE (VICENTÓN)

                  

 

                   3.-ANGEL TIO MELLANO se casa con MANUELA HERNÁNDEZ , 3 hijos

                            4.-FILOMENO MORENO HERNANDEZ se casa con su prima carnal                                       el ama Felisa, hija del tío Gorón.

                            4.-VICENTA  se casa con su primo carnal Adolfo

                            4.-VICENTE (VICENTON) se casa con su prima carnal Beatriz, hija del                                       tío Gorón

                           

          

 

 

 

 

HEMEROGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA

 

 

 

El Adelanto, Salamanca.

La Gaceta Regional,  Salamanca.

El Sol, Madrid.

La Voz, Madrid.

 

 

ANÓNIMO: Horroroso crimen ejecutado por un mozo llamado Julián, de 49 años de edad, en el pueblo de Valdelacasa, dando muerte a una moza llamada Dionisia, de 31 años, en el partido de Béjar, provincia de Salamanca, el día 23 de Febrero de 1923. Romance de ciego. Imprenta Universal, Madrid, s/f.

 

BROMBERG, WALTER: Crisol del crimen. (Estudio psiquiátrico del homicidio), Ed. Morata. Madrid, 1963.

 

CALONGE, P.; GARCÍA ZARZA, E., Y RODRÍGUEZ, E.; La España del Antiguo Régimen: Castilla la Vieja, Universidad de Salamanca, 1967.

 

CARO BAJORA, JULIO: Ensayo sobre la literatura de cordel, Revista de Occidente, Madrid, 1969.

 

GARCÍA MARTÍN, BIENVENIDO: El proceso histórico de despoblamiento de la provincia de Salamanca, Ed. Universidad-Diputación, Salamanca, 1982.

 

GARCÍA ZARZA, EUGENIO: Aspectos geográficos de la población y de las construcciones salamantinas, Imprenta Núñez, Salamanca, 1971.

 

GÓMEZ MORENO, MANUEL: Provincia de Salamanca,  Artes Gráficas Soler, Valencia, 1967.

 

HOYOS SANZ, L.: Los viejos caminos y los tipos de pueblos,  Revista E.G., Salamanca, 1964.

 

LLORENTE MALDONADO, ANTONIO: Comarcas históricas y actuales de la provincia de Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, Salamanca, 1976.

-         Esquema toponímico de la provincia de Salamanca; Salamanca, 1966.

-          

PÉREZ CARDENAL, ANDRÉS: Sierras y campos salmanquinos: el rey en las Hurdes, Salamanca, 1922.

 

SÁNCHEZ ROJAS, JOSÉ: Paisajes y cosas de Castilla, Ed. América. Madrid 1919.

 

TORIBIO ANDRÉS, ELEUTERIO: Salamanca y sus alrededores, Ed. Cervantes, Salamanca, 1944.

 

VÁZQUEZ DE PARGA Y MANSILLA, JACINTO: Reseña geográfico-histórica de Salamanca y su provincia, Imprenta Vicente Oliva, Salamanca, s/f.

 

VILLAR Y MACÍAS, MANUEL: Historia de Salamanca, Vol. IX, Graficesa, Salamanca, 1975.

 

EPÍLOGO POR JESÚS VICENTE CHAMORRO

 

 

         Julián –autor de un crimen bárbaro y vulgar, mezquino, en los límites de lo zoológico- tiene, sin embargo, un cierto sentido de la justicia. Cuando vuelve a su pueblo no comprende que le reprochen nada: él ya ha pagado su culpa.

         Esta convicción no es sólo atributo de personas ignorantes y simples. Hay quienes la defienden –y la han defendido- en libros que llenarían bibliotecas, y la oímos en lenguas de gentes distinguidas e ilustradas– lo que indica que a veces la erudición acaba coincidiendo con lo natural inculto, después  de un largo caminar entre citas de autores y dilatadas lecturas.

         En realidad, la opinión de Julián era perfectamente fundada. Había sido sometido a juicio, acusado, condenado. Brillantes informes de personas cultivadas, ante cinco magistrados, que dictaron una sentencia aplicando leyes. No se entiende toda esa historia de jueces, juicios y condena, si no fuera para averiguar la pena que correspondía  al delito que él había cometido. Así pues, Julián estaba en paz, según habían averiguado personas tan leídas y leyes tan sabias. Sus vecinos, los de Valdelacasa, no tenían nada que reprocharle. Ellos también creían en el castigo adecuado al mal producido, según acreditaron con sus gritos el día que lo llevaban los guardias al juzgado de Béjar. Pero los que sabían medir, contar y ponderar culpas y penas no eran ellos, sino abogados y jueces a través de fórmulas y saberes que habían ido descubriendo durante años de estudio en libros escritos por hombres sabios.

         Esta construcción teórica, que cabía en el discurso de un hombre analfabeto, ha recibido los honores  de ser llamada doctrina y constituir la tesis de escuelas penales. Aun hoy es defendida con ardor por más de uno y alimenta las actitudes de no pocos de nuestros conciudadanos. La cárcel es pedida a voz en grito para tranquilizar –según se cree- la vida ciudadana. Pero, cumplida la pena, las gentes descubren que de poco ha servido, porque el daño es hecho pasado que no se puede modificar. En realidad, la pena que priva de libertad más parece respuesta airada ante el fracaso propio, bofetón a niño mal educado por quien debió educarlo, que actitud reflexiva, reacción meditada. Un salmantino, nacido en aldea próxima al lugar de los hechos  de esta historia –Dorado Montero-, ya había explicado en libros y congresos que lo razonable era abandonar el Derecho represivo –sustituyéndolo por otro preventivo, que la pena privativa  de libertad no se acomodaba al razonamiento sobre la realidad histórica. Pero su explicación no fue atendida, sino que fue incluso perseguida con palabras de anatema. Y hoy todavía sigue en vigor –en leyes y en la vida diaria- la teoría que Julián defendió, al volver a su pueblo, sobre el delito y la pena, aunque se pretenda endulzar su práctica con suavidad en el régimen penitenciario, con cárceles menos incómodas.

         Probablemente fuera útil discurrir acerca de nuestras opiniones, que son menos nuestras que ajenas, porque vienen arrastradas por la historia, por el lenguaje, por los ritos y fórmulas sociales que vivimos y aceptamos. Una actitud acrítica las mantiene y hace perdurables. Nada importa que aumenten los conocimientos en la ciencia de la naturaleza, en su dominio. Las opiniones sobre la vida social viven al resguardo de los nuevos vientos, se tienen por cosa averiguada e indiscutible. Y las que se refieren al delito y la pena todavía responden a creencias medievales, a fórmulas propias de la teología sobre el pecado y la penitencia. Como todavía es también medieval el sentimiento de responsabilidad colectiva que se conserva en los pueblos por crímenes en ellos perpetrados, como si una nube de mala fama se fijara en su horizonte.

         Los intentos de personas o grupos por poner al día la historia de nuestra patria han sido contenidos –a veces brutalmente- por los intereses de la conservación. Los ilustrados del siglo XVIII –con Carlos III-, los liberales en el largo y revuelto siglo pasado, los republicanos de hace cincuenta años, no han conseguido sino arañar la historia, hacer olas de superficie. Y una concepción del dolor inútil, del padecimiento estéril, ha seguido instalada en las cabezas y en la práctica de todos los días.

         En realidad, la pena que encarcela no remedia el mal –el daño- causado. Puede corresponder a nuestra ira o a concepciones pretéritas de un mundo poblado de espíritus indignos y de otros bienhechores, que se movían en la ignorancia de lo real. Pero no se corresponde con las posibilidades actuales de averiguar por qué ocurren ciertos hechos y cómo evitar que se produzcan –que es lo que ya empieza a hacerse en algunos países no muy lejanos del nuestro. Acaso ya estemos en condiciones de plantearnos el problema, o lo que es lo mismo, ya estemos en condiciones de resolverlo.

         Porque la fórmula actual, en rigor, pretende relacionar daño y libertad personal que son magnitudes inconmensurables, valores heterogéneos, sin un punto común de referencia. Equivale a un deseo desmesurado. Algo así como querer calcular el diámetro de la Luna partiendo del de un sombrero charro, despropósito que oí ridiculizar a don Santiago Riesco, con su riguroso bien decir, en los años cuarenta, cuando él nos explicaba Lengua Española en el Instituto Fray Luis de León en Salamanca.

 

JESUS VICENTE CHAMORRO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INDICE DE TITULOS PUBLICADOS

 

 

JESÚS VICENTE CHAMORRO

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE DELITO Y  SOCIEDAD

 

1.- LOS CRÍMENES DEL CAPITÁN SANCHEZ.  JUAN ANTONIO  PORTO.

 

2.- EL CRIMEN DE LA CALLE DELA JUSTA. BERNARDO DÍAZ NOSTY.

 

3.- EL CRIMEN DE DON BENITO. JOSÉ MANUL VILBELLA.

 

4.- EL CRIMEN DE LA ERMITA DEL CRISTO DEL OTERO.  JOSÉ MARÍA RINCÓN.

 

5.- EL MUERTO RESUCITADO. VÍCTOR CHAMORRO.

 

6.- EL CRIMEN DE LA CALLE DE  FUENCARRAL. ANTONIO LARA

 

7.- INTRODUCCIÓN AL CRIMEN DE LA HERRADURA. GONZALO TORRENTE MALVIDO.

 

 

 

 

DE PROXIMA APARICIÓN

 

 

1.- EL CRIMEN DE JULIÁN <<EL GUIÑOTE>>. MIGUEL ANGEL DEL ARCO.

 

2.- EL OTRO CRIMEN DE LA CALLE DE FUENCARRAL. BLANCA BERTRAND.

 

3.- EL CRIMEN DEL CURA DE VAL DE SAN MARTÍN. JOSÉ DE UÑA ZUGASTI.

 

4.- AÑO NUEVO, AÑO VIEJO EN CASTIBLANCO. JESÚS VICENTE CHAMORRO.

 

5.- EL CASO DE LAS NIÑAS DE LA CALLE DE HILARIÓN ESLAVA. EUGENIA MONTERO.

 

6.- EL CRIMEN DEL PROCURADOR. JUAN SOTO.

 

7.- EL CRIMEN DE LA NIÑA MELCHORA. JESÚS DUVA.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

         Un crimen pasional, en tierras campesinas de Salamanca, perpetrado por el último mono del lugar –Julián Blázquez Redondo, el Guiñote para todos: un ser humano-, que pagará por su delito una pena más dura que la de su condena y más larga que su propia vida.

         Un suceso de sangre, en un espacio y un tiempo escrupulosamente reconstruidos, para recobrar la más sórdida de las caras de nuestra pequeña historia.

 

 

 

        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

         Miguel Ángel del Arco nació en Bogajo (Salamanca) el 16 de mayo de 1956. Hasta los once años, en que inició el bachillerato y una larga marcha por pensiones e internados, permaneció en su pueblo natal familiarizándose con pájaros, flores y usos y costumbres rurales. El año 1975, en un septiembre como tantos, llegó a Madrid, en donde, cinco años después, se licenció en Periodismo por la Facultad de Ciencias de la Información  de la Universidad Complutense. Ha escrito colaboraciones  para publicaciones  diversas, unas de corta vida, oscuras otras y todas mal pagadas, por lo que ha venido sobreviviendo merced a ocasionales ocupaciones: camarero, oficinista, mozo de almacén, vendedor de biblias, mozo de cuerda sin cuerda, conferenciante, descargador, representante, pocero, asesor cultural, cobrador domiciliario y jornalero del campo.

         En la actualidad, recorre Perú.

 



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