Capítulo IV
IV CONMOCIÓN, CONTUSIÓN Y ASFIXIA
Los hermanos Robles Merino, Cándida, Domingo y Pablo, se enteraron de lo que le había pasado a su prima por distinto conducto, por lo que acaso cada uno reaccionó de manera diferente. Puede ser que el mensajero condicione la noticia. Eran hijos de la tía Agapita, hermana de la madre de Dionisia.
A Cándida se lo dijo una mujeruca asustada y llegó llorando al Molino. Domingo se enteró en la calle y acudió al lugar de los hechos sin podérselo creer. En cuanto a Pablo, informado de sopetón por Ricardo García Izquierdo, se dirigió a la calle de
Los amos habían mandado a Ricardo a que avisara a la familia, una vez sacada Dionisia del pozo. Ante la histeria agresiva del criado, creyeron que era preferible alejarlo de allí. No obstante, el juez municipal pensó que era mejor no decir nada de momento a la familia directa y que avisara a Pablo Robles, su primo.
Cuando Ricardo llegó a casa de Pablo, lo encontró cenando:
- Corre, que Guiñote ha matado a tu prima.
Pocos fueron los vecinos de Valdelacasa que no supieran aquella misma noche lo acaecido. La mayoría se revolucionó con la mala nueva de que habían matado a Dionisia.
Empezó un trajín inaudito para una noche de febrero: entradas y salidas, idas y venidas, puertas que se abrían y cerraban constantemente. Un movimiento mucho mayor que si fuera verano. Porque en invierno lo que llama es el arrimo de la lumbre o de la cama, de manera que las calles quedaban solas y si alguien transponía la puerta de su casa era por razones de fuerza mayor.
El tío Sebastián y la tía Emilia estaban acostados cuando habían sentido que llamaban a Joaquín Cabrera, el juez municipal, vecino suyo, pero no hicieron caso y no sabrían nada hasta la madrugada.
La gente iba a preguntar a casa de los amos. Pésames mezclados con morbosos curioseos, solidaridad ante la desgracia y mero compadreo. Al final todos acababan en el Molino, que se fue llenando progresivamente de personal. Grande era el sitio pero nunca había cobijado tantas gentes dentro.
De momento, a la muerta la colocaron en el suelo, en el mismo cabañal, sobre una manta –un cobertor de rayas coloradas que se solía utilizar para los viajes-, hasta ver qué decidía la autoridad: Benigno Moreno como alcalde y Joaquín Rodríguez como juez. Había quien aconsejaba taparla con algo, que no se quedara a la vista aquel destrozo; o que la pusieran en una mesa, porque parecía feo eso de que la dejaran en el santo suelo: o que la llevaran a su casa, donde había nacido, la pobre.
En esto último el que más seguro estaba era el tío Cabrera: él sabía que entre sus funciones estaba la de impedir el levantamiento de un cadáver hasta que la autoridad competente lo decidiera. La autoridad allí era él mismo, pero para un caso como el de Dionisia se precisaba más alta vara. Cuando las circunstancias eran tan trágicas y existía muerte violenta de por medio, era menester esperar a la curia.
Las mujeres rezaban persignándose mucho, proporcionando al local un aire de suspiros entrecortados, de bisbiseos pespunteando el silencio; Julián tiritaba amedrentado, angustiado centro de muchos pensamientos torvos y más pares de ojos inquisidores, y probablemente estuviera deseando que se lo tragara la tierra; los hombres lo miraban con una pizca de odio y opinaban qué se debía hacer. Ellas asustadas y llorosas, ellos insultantes y preocupados.
Los amos, al igual que el juez y el alcalde, se olvidaron un momento del cadáver para interrogar a Guiñote una vez más. No es que fueran muy optimistas en lo de sacarle algo en claro, pero por intentarlo nada se perdía. Le preguntaban que cómo lo había hecho, desechando la cuestión hasta entonces esgrimida de qué había pasado. Más Julián ya no quería decir más de lo que había dicho.
Y lo que había salido de su boca se limitaba a torpes contradicciones, dimes y diretes, donde digo <<digo>>, no digo <<digo>>, sino digo <<Diego>>, que si intento de suicidio, que si ignorancia, que un ataque injusto e imposible de creer hacia la pareja, un resbalón, otra vez ignorancia. Entre tanto titubeo y tanta contradicción no había quien dudara de que Julián había sido el autor de la muerte. Aunque a alguien –que acaso oyera campanas sin saber dónde- le diera por sospechar de Celso Moreno Álvarez, el último que se había marchado del Molino y con la agravante de estar algo tocado de la cabeza; o por mirar de reojo a Ricardo García Izquierdo. Pero para los más no existía duda ninguna, el propio silencio atolondrado de Guiñote lo delataba y sus incoherencias lo acusaban claramente.
Serían sobre las diez de la noche del viernes 23 de febrero de 1923, cuando más personal se juntó en el Molino. Mitad desolado y mitad indignado. Aquí murmullos en corro, allí Dionisia tendida en el suelo, inmóvil, con un hilo de sangre manándole de la cabeza; Julián Blázquez Redondo, aterido y ensimismado, a saber en qué estaría pensando. Ricardo García Izquierdo había vuelto con Pablo Robles Merino y no paraba de llamar criminal a Guiñote; tenían que sujetarlo entre varios porque se arrancaba con nada buenas intenciones. Felisa Moreno, el ama, haciéndose materialmente cruces y secundando a su criado tanto en la histeria como en los insultos. En un aparte charlaban Gregorio Moreno y Joaquín Rodríguez, o lo que es lo mismo: el tío Gorón y el tío Cabrera.
- A éste –decía el tío Gorón, señalando con un gesto a Guiñote-, de momento a la cárcel.
Estuvo de acuerdo el juez municipal en lo de llevar a Guiñote a la casa concejo. Por un lado, si no lo quitaba de allí, iban a tener un disgusto, y por el otro, no lo iban a mandar para su casa como al que se le dan las buenas noches. Aparte de que como juez alguna cosa tenía que decidir:
-Yo creo que es lo mejor, y luego dar cuenta a la pareja.
Le pareció bien la resolución a Benigno Moreno, y él mismo mandó a que avisaran a
El puesto de los civiles estaba entonces en Valdefuentes, a tan sólo nueve kilómetros de Valdelacasa si se quería ir por el camino que, atajando por el monte y cruzando prados y regatos, estaba mucho más cerca. Un criado salió a escape montado en un caballo a dar cuenta. Fue un ir y venir al galope, porque contra la madrugada se presentó
Es de suponer que el puesto de Valdefuentes avisara por telégrafo a la comandancia de Béjar y ésta al juzgado de instrucción, ya que lo que sí está comprobado es que tanto el juez de instrucción de Béjar, don Luís Rubio, como el actuario don Indalecio Linares, como el forense don Francisco González Clemente, llegaron a Valdelacasa el sábado 24 por la mañana.
A Julián lo llevaron a la casa concejo y lo dejaron en el calabozo que en ella había. Curiosamente, Guiñote durmió aquella noche, si es que pudo, justo a la trasera de su casa, en la misma manzana. A una persona tan sola y desarraigada como él, lo mismo le tenía estar en un sitio que en otro, si a la comodidad y pertenencias se refiere.
El tío Cabrera, que se estaba tomando el asunto muy en serio, pensó que no se podía dejar solo al detenido, por si acaso. No fuera a ser que le diera por escaparse o por hacer alguna tontería, y que resultara peor el remedio que la enfermedad. Además, ya había visto cómo le soltaban algunas patadas cuando se lo llevaban, todo calado, hacia la casa concejo. Encargó a cuatro vecinos la responsabilidad de vigilarlo; que no lo perdieran de vista, ni se separaran de él en ningún momento, que ya vendrían luego a relevarlos. Que mucho cuidadito con que le fuera a pasar nada al preso, que para eso estaba la justicia.
Se siguió el mismo sistema de turnos que el empleado en otras ocasiones, cuando había que vigilar a algún otro detenido de menor cuantía, arreglar una calle, la iglesia, o llevar las andas de la procesión. Cada par de horas turnaban la guardia dos hombres sanos y no demasiado viejos. Se hacía por vecindad, una costumbre bastante extendida y los turnos funcionaban con eficacia.
El temor del juez municipal estaba, más que en el peligro de que Julián se escapara, en los ánimos que andaban calientes y a cuenta de ello igual a alguno se le ocurría meterse con Guiñote y no tendrían un crimen sino dos. No es que a él le quedara mucha consideración hacia el personajillo presunto autor de la muerte de Dionisia, y más hecha como lo hizo, que lo sentía como el que más y además era primo de ella, sólo que en aquellos momentos no podía obrar como una persona de a pie; era el representante de la justicia.
Alejandro Paramás, de los Polines, venía siendo pariente lejano del padre de Julián, y aquella noche, tanto él como su mujer se sentían avergonzados. La mujer se llegó a la casa concejo y empezó a recriminar a Guiñote. Que cómo había hecho eso, que los había deshonrado a todos. El señor cura que estaba presente la mandó callar, diciéndole que no armara escándalo. La verdad es que el escándalo ya estaba armado.
Al preso lo dejaron en el calabozo sin ponerle los grilletes que tenían a propósito para tales ocasiones, aunque como aquel caso no se había visto otro. Con la precipitación, se olvidó ponerle la barra de hierro con abrazaderas en los pies. Lo que no se les olvidó fue llevarle algo de cena; aunque detenido, no se le podía dejar morir de hambre.
El padre de Florencia Rodríguez Rodríguez, entonces una mocita de dieciocho años, salía a apazconar unas caballerías al pajar. Y como quiera que su establo era vecino de la casa que hasta ese mismo día había servido de vivienda a Guiñote, se encontró con el tío Pies de Casa, que acababa de dejar al arrestado en el calabozo, bien custodiado.
Los Pies de Casa, como los Polines o los Fincas, venían teniendo algún parentesco con los padres de Julián. Al menos se trataron algo y todo Valdelacasa estaba en que, de más cerca o de más lejos, algo se tocaban. Y llegado a estos extremos eran, claro, los que tenían que encargarse de socorrerlo.
El padre de Florencia y su familia estaban entre los pocos que aún no se habían enterado de lo ocurrido.
- Mira a ver si tuvieras un candil a mano –pidió el tío Pies de Casa.
- Si, hombre. ¿Pero cómo andas tan azarao a estas horas?
- To, ¿pues no os habéis enterao?
- ¿Qué ha pasao?
- Que han matao a
- No fastidies.
- Parece que ha sido este Julián.
- ¿Quién, Guiñote?
- Por lo visto sí. En el pozo del Molino estaban los dos. Ella, muerta, y a él lo tienen ahora en la casa concejo.
- Coño en diez: no habíamos sentido nada.
- Voy a ver si encuentro algo de ropa pa que se cambie. Está calao como una sopa, y con la noche que hace…
El padre de Florencia Rodríguez Rodríguez entregó al tío Pies de Casa el mismo candil que él usaba para echar de comer a las caballerías. El pariente de Guiñote entró en la casucha de éste y el padre de Florencia en la suya para contárselo a la mujer.
Una vez sabido, salió la pareja en dirección al Molino; por dar el pésame a quien hiciera falta y por enterarse directamente de lo sucedido.
Florencia se echó un mantón por encima de los hombros dispuesta a acompañarlos, pero su padre no la dejó:
- Estas cosas es mejor que no las vean los rapaces. Hala, a dormir.
A Florencia Rodríguez Rodríguez, que nada vio aquella noche porque no la dejó su padre, se le quedó metido el susto en el cuerpo. El miedo de alguna cosa lo suficientemente mala como para que no la pudieran ver las mocitas de su edad. Luego iría creciendo en años y al mismo tiempo fue conociendo, por boca de unos y otros, la verdadera historia de Julián y Dionisia. Pero el miedo no la abandonó, y aún ahora, a sus ochenta años, cada vez que sale a la trasera de su casa y mira el solar donde vivió Guiñote, le entra un no se qué por el cuerpo, como una culebra de intranquilidad, un escalofrío malo.
Los amos se fueron para casa dejando de guardia a los criados. No sin antes ordenarles que no se movieran del Molino en toda la noche, y que tuvieran vista de que nadie tocara el cuerpo de Dionisia. Pero el local no quedó sólo con el servicio de los Morenos: continuó pleno de personal. Unos entraban y otros salían. Llegaban, se enteraban, estaban un rato, daban su parecer y se iban a su propia casa a dar una vuelta para luego volver otro poco.
Las mujeres entraban con la cabeza cubierta por los pañuelos negros, las manos metidas en las bocamangas, cuando no arrebujadas en los mantones; hacían una reverencia y se santiguaban deprisa. Los hombres se descubrían y guardaban unos instantes de silencio. Aquellas, por lo general, se iban después de cambiar unas palabras con los presentes; ellos se pasaban las petacas y liaban cigarros: se estaban más tiempo.
La muerta estaba tendida en el suelo sobre la manta y ya la habían tapado con otra. La tenían boca arriba y sólo se le veían los bajos de la saya de tramado con redondeles colorados y los pies ahora calzados con aquellas botas de tachuelas que se usaban entonces.
A Isabel Pérez, la hija del tío Calama, la llevaron entre su hermana mayor y una amiga de ésta a ver lo que pasaba en el Molino. Con sus siete años, la condujeron, cogida por cada mano, tirando de sus bracitos para ayudarle a saltar los charcos. También vio Isabel el bulto de Dionisia tapado en el suelo y las botas con tachuelas. Pero no entendió nada. Tanta gente como en una fiesta, como en una matanza de diciembre, casi como en una boda. La niña vio muchos hombres allí sin captar la trágica densidad del ambiente. Para ella era una cosa curiosa de ver y luego de presumir ante sus compañeras de juegos infantiles, que la envidiarían. Porque no se le alcanzaba lo que era la muerte, y mucho menos la relación que con la misma tenía Guiñote: un señor muy callado, con el que se sentaba casi sin decir nada a la lumbre cada vez que su padre la mandaba a avisarle para un jornal, como había hecho aquella misma mañana.
Isabel Pérez había pataleado en casa para que la dejaran ir al Molino como la gente mayor. Su madre no quiso que fuera, pero su hermana la llevó.
Julia Rodríguez Rodríguez, la joven criada del tío Gorón, trajinaba en la cocina de Filomeno cuando llegaron los amos. En realidad iba de una casa a la otra sin parar. Ya les había dado de cenar a los niños; a duras penas, porque andaban distraídos por el revuelo organizado a su alrededor. Pensaban en cualquier cosa menos en cenar. Al mismo tiempo preparaba la de los señores, y todavía tenía que informar de lo acaecido a quien llegaba a preguntar. Poco podía decir ella.
Julia no tenía tiempo ni para desolarse ni para pensar, con la cantidad de gente que iba y que venía. De los que no estaban en el Molino, se pasaban por casa de los amos a dar el pésame o a decir qué desgracia. En cuanto llegaron los dueños, Julia pasaba por entre los visitantes sin fijarse.
Victoriana, una de las hijas de Filomeno y Felisa, que aún andaba tras los deberes de la escuela, se echó a llorar. No por lo que había ocurrido, de lo que no era muy consciente, a no ser por la preocupación de sus padres, sino porque alguien le había roto la pizarra en la que estaba haciendo números. Con tanto barullo, se la pisarían.
Felisa Moreno procuraba organizar el gentío y dar órdenes sobre lo que se tenía que hacer. Como ama, era quien se hacía cargo de la situación y, con la cabeza fría e inteligente que tenía, mandaba a cada momento lo que hiciera falta. Bien sabía ella de los pasos en los que a los hombres se les iban la imaginación y la rapidez de pensamiento.
No iba a faltar quien se pasase toda la noche en el Molino velando a la muerta, pero Felisa había dicho que tenía que estar perenne alguien de su casa haciendo la guardia, aunque se turnaran. De esta misión se encargarían los criados: el suyo Ricardo García Izquierdo, y los de su padre.
Y como era la que estaba en todo, se acordó de mandarles un tentempié.
- Anda a llevarles algo para que cenen –ordenó a Julia.
Julia Rodríguez Rodríguez tomó la cesta grande de mimbre que se usaba para llevar la comida a los segadores. En ella puso una olla de patatas cocidas con unos torreznos volteados en la sartén, de casa de tío Gorón, que fue lo que pilló más a mano. No se trataba de una cena especial, ni preparada para la ocasión, llevó ese condumio porque era lo que comían cada noche los criados, idéntico a lo que almorzaban casi todo el año. Por eso, sobre todo en las casas ricas, había constantemente un puchero de patatas cociéndose sobe el rescoldo del hogar. En casa de los Morenos se sembraban anualmente muchas arrobas de patatas; el que trabajara allí, hambre no iba a pasar. Otra cosa no tendrían, pero hambre tampoco. Para esto, los Morenos eran muy suyos.
La criada puso en la cesta, además de los reseñados tubérculos y los torreznos, un medio pan de centeno del que se hacía en la casa para toda la semana, y un par de frascas de vino.
Con la cesta colgada del antebrazo, se encaminó al Molino siguiendo el mismo camino que había recorrido Ricardo poco antes. También tuvo que esquivar los charcos que rebrillaban en medio de las calles. Noche negra de febrero, ventosa y definitivamente tiznada de sangre.
Había resplandor de luces en muchas casas, señal de que sus moradores estaban de reballo; murmullos por las paredes, quejas y sollozos en los rincones, gritos perdidos en las sombras; el nombre de Dionisia parado, denso en la atmósfera. Por momentos, un pesado silencio que hacía la noche más negra. Como si una nube de brea hubiera aplanado a la vecindad. Y no serían más de las once.
En el Molino tenían encendidas varias hogueras en torno a la interfecta. Como si combatiendo el propio frío le insuflaran algún calor a la muerte. Allí se veían corros de conversaciones, círculos de mirarse y no decir nada, redondeles de suspiros. Y en medio de todo, ajeno y frío, el cadáver tapado con la manta.
Cuando Julián llegó. Dionisia estaba tendida sobre una mesa larga de madera, de las empleadas para las matanzas, como en un altar. Al menos redimida del mísero suelo. Tenía puesta encima, a la altura del pecho, la astilla asesina, roja de su sangre; recordatorio cierto, explicando lo inexplicable, tributo o escarmiento.
Lo que no vio Julia en el local fue la alquitara. Allí estaba cuando sacaron a los dos del pozo y nadie volvió a verla en el cabañal en toda la noche. Había sido lo primero que retiraron; o mandaron esconderla o alguien la quitó del medio. Y como el olor del drama pudo al del aguardiente, nadie la echó en falta.
Julia siempre fue trabajadora y, como jornalera aplicada que se gana el pan sin regatear el esfuerzo, era incapaz de estar mano sobre mano; un estado que cualquier criado que pretendiera mantenerse en casa rica debía evitar. Ante la falta de tarea –imposible que no hubiera algo-, pues se ponía a relimpiar, aunque hubiera que inventarse el polvo. Y aquella noche, nada más dejar la cesta en el suelo y antes de que los comensales dieran cuenta de ella, la joven criada de Gregorio Moreno miró por todos los lados a ver qué quedaba por hacer. No se le ocurrió arrimarse tranquilamente a las conversaciones ni esperar a que acabaran de cenar para llevarse la cesta.
Vio un medio cubeto junto al pozo, mediado de agua sucia y roja. Ya tenía algo que hacer, y pensó vaciarlo para limpiarlo. Ni corta ni perezosa se disponía a volcarlo, pero se quedó de un pasmo cuando distinguió en el fondo del recipiente unas horquillas para el moño, pequeñas astillas de huesos y algo que se asemejaba a trocitos de sesos. Se conoce que Guiñote, después de golpear a Dionisia y dejarla sin sentido, trató de lavarle allí la sangre, sin duda para intentar reanimarla. La criada dejó aquello como estaba, más por susto que por pensar que pudiera servir a la justicia.
A Julia Rodríguez Rodríguez, después de los años, se le ha quedado grabado lo de las horquillas y los cachitos de hueso. No se lo ha podido sacar de la cabeza.
Velaron a Dionisia toda la noche allí mismo en el Molino. Las horas pasaron lentas hasta que empezó a clarear el día, pero en ningún momento faltó caraba en el local. El velatorio fue, como la mayoría de los que se hacían en los medios rurales, una reunión de sociedad. Una tertulia donde se bebió vino, donde se comió algo y se habló de mucho. Al lado del dolor estaban la compañía y la conversación. Tiempo hubo en tal larga noche para todo.
Se empezaba a hablar de la desgracia a que estaban asistiendo; de lo buena que era la muerta, de la inoportunidad de la tragedia; pusieron de vuelta y media a Guiñote, que de un hombre así no se podía esperar otra cosa, que se veía venir, que de sabido no se hubiera quedado sola Dionisia. Las conversaciones se ramificaban, avanzaban por vericuetos que no venían al caso, se perdían en relaciones ajenas, y se acabó hablando del tiempo, que malo como se ponga la nube sobre la sierra; para luego dar un repaso a las viejas historias.
La única diferencia con los otros velatorios fue que aquella noche del viernes al sábado se hablaba en voz más baja, más recogida; por lo demás, idéntico proceso cuando venía una muerte.
Casi no se podían distinguir los rezos de las conversaciones. Los contertulios echaban una pinta y traían a colación otras muertes, otras sangres. Las viudas que dejaron los Baratos. Una de ellas, la pobre, tuvo mala estrella; se volvió a casar con el Bolero y el hijastro les dio un disgusto: el día de San Pedro acuchilló a uno y cumplía presidio. Una mujer fue testigo de los navajazos de
Se habló de los suicidios, porque en aquella época mucha gente de Valdelacasa se quitaba la vida. Solía tratarse de personas mayores, ancianos pobres. La explicación que se da en el pueblo es bastante creíble: los hombres y las mujeres trabajaban hasta que podían, pero cuando se volvían viejos se convertían en pesadas cargas para los hijos, que a duras penas tenían para alimentar las numerosas proles –aparte de que en casas poco mayores que la de Guiñote igual vivía una familia numerosa y los abuelos a dos bandas-. Entonces, a lo peor, empezaban as malas caras, los disgustos, la propia hambre, y los viejos se quitaban de en medio. Una mujer entró a oscuras en la cocina de su casa, su cabeza tropezó con algo duro: eran los pies de su padre que colgaba de una viga. No pudo volver a entrar en aquella casa.
La memoria, ante una muerte, relacionaba otras muertes. Tragedias y suicidios de Valdelacasa o de los pueblos vecinos. Alguien recordaba el crimen de Novarredonda de
…Te fuiste para Linares
te encontraste un regato
donde lavaste la lezna
y la sangre de los zapatos…
Uno dijo que fue peor lo del médico de Cespedosa, crimen conocido en toda la provincia de Salamanca. Cespedosa de Tormes está a nueve kilómetros al este de Guijuelo, a diecinueve, por lo tanto, de Valdelacasa, y se trata de un pueblo muy particular. Allí nunca ha logrado hacer vida la justicia. Sus diferencias, no pocas, las fueron resolviendo siempre entre ellos mismos y cuando la justicia quería investigar se volvían como tumbas. Había un médico en el pueblo que a sus cualidades profesionales unía una agraciada figura y un regular éxito entre las mujeres. El galeno, lejos de recatarse a la hora de aceptar los favores que tenía a su alcance, él mismo los buscaba aprovechando cualquier oportunidad. Hasta que los hombres, en un Fuenteovejuna charro, tomaron venganza. Lo degollaron. No paró aquí la cosa porque se dispusieron a rizar el rizo macabro. Le cortaron la cabeza separándola del cuerpo, para volvérsela a colocar luego sobre el cuello. A continuación sentaron el cadáver en el que, en vida, había sido su sillón favorito, con el bastón que solía utilizar entre las piernas y un cigarro encendido en la boca. Se trató de un caso que hubo de ser archivado porque nunca se llegó a establecer el culpable. Todos los vecinos conocían a los autores materiales, pero, como ya era tradición en el lugar, hicieron una piña de silencio.
Alguien intervino diciendo que el médico ese de Cespedosa ya lo tenían avisado sus colegas, pero que era muy echado para adelante y no puso cuidado. Que ya se sabía cómo eran los de Cespedosa, y que para mala suerte lo que ocurrió en San Esteban de
A la viuda de Miranda era a la que se le torcían los casorios. Se casaba con uno de las derechas y se lo mataban los de las izquierdas; se juntaba con un socialista y se lo mataba la derecha. Así sucesivamente sin dejarle disfrutar ninguno; por lo menos ya llevaba tres.
Los velatorios estaban para acompañar al cuerpo presente y para relacionar las historias. Si el finado era muerto por vejez o por enfermedad, las tertulias daban la vuelta a toda la memoria del pueblo, lo mismo económica que satírica o que festiva; mas si se estaba ante muerte por mano airada, la charla se especializaba delimitando sus bordes a otras sangres conocidas.
En el velatorio de Dionisia, uno de los que estuvo toda la noche fue Alfonso Nieto y Nieto, que era de la quinta del 19 y estaba para casarse con una prima de la muerta y sobrina del tío Cabrera, mujer que andaba algo mala y se le moriría poco después de la boda. Y Alfonso acabaría casándose con Florencia Rodríguez Rodríguez, la mocita a la que su padre no dejó que fuera al Molino para evitarle la impresión.
Hasta la madrugada no se enteraron los padres y la hermana de Dionisia de su muerte. Nadie quería ser el portador de la noticia y no sabían cómo hacerlo. Lo habían ido dejando hasta ver, pero quedaba poco por mirar y el aplazamiento no solucionaba nada. Tuvo que ser Joaquín Rodríguez, como juez municipal y familiar a la vez, quien transmitiera la desgracia.
Ya clareaba el alba cuando llegaron al Molino Sebastián Miguel Ramos, Emilia Merino García y su hija Germana dando alaridos sin querer creer lo inevitable. Nadie sabía cómo consolarlos. El padre –tío Culique- lloraba lágrimas secas. La madre se abrazó al cuerpo inerte de Dionisia, apretándolo como si quisiera insuflarle nueva vida. Germana llamaba a gritos a su hermana.
El sábado 24 de febrero, a media mañana, llegó a Valdelacasa el juez de instrucción de Béjar don Luis Rubio, quien ordenó el levantamiento el cadáver y firmó el permiso para hacer la autopsia. Se pensó que el mejor sitio para hacerla, dando la singularidad del caso, sería la propia casa concejo. Allí trasladaron el cuerpo en unas angarillas.
A Dionisia la colocaron en la gran mesa de piedra multifuncional, donde hacían las comilonas los mozos y los novios el día de la boda. En el salón donde estaba ubicada la escuela de párvulos, jardín de infancia antes de ira a las de los lavaderos. A falta de otro local, la casa concejo estaba de más todos los días.
El forense de Béjar, don Francisco González Clemente, auxiliado por el médico titular de Valdelacasa don David Hernández –Benigno Moreno ayudó, no por alcalde sino porque había estudiado medicina, sin terminar la carrera-, fue el encargado de establecer las causas de la muerte. Dictaminó que Dionisia había recibido siete golpes contundentes producidos por una astilla seca de fresno, de bordes cortantes y de un metro de larga. Del total de las heridas, dos lo fueron en la cabeza y consideradas muy graves, mortales de necesidad; las otras cinco estaban repartidas en el resto del cuerpo y no eran tan graves. Tenía fractura del hueso temporal con daño en la masa encefálica y en las meninges; heridas éstas que la privaron del conocimiento. La muerte le sobrevino de asfixia por sumersión y también por las heridas de la cabeza. O sea que, aunque no la hubieran tirado al pozo, lo más seguro es que ahora también estuviera muerta.
Durante la realización de la autopsia estuvieron presentes: Gregorio Iglesias Merino, tío de la finada, y su hijo Esteban Iglesias. Asimismo presenciaron el trabajo de los médicos algunos otros familiares y bastantes miembros de la familia Moreno, además, por supuesto, del juez municipal, el tío Joaquín Cabrera.
Aparte de decidir las causas de la muerte, en la autopsia se pudo aclarar un punto que aún estaba oscuro y que, por temido, dio lugar a comentarios de todos los gustos. Se reconoció y comprobó que Dionisia Miguel Merino permanecía virgen a la hora de su muerte. Con lo que definitivamente se confirmó que Julián Blázquez Redondo, el Guiñote, que permanecía en la cárcel, precisamente debajo de donde se estaba haciendo el examen, no había consumado las presuntas pretensiones y los abusos sexuales. Lo que suponía asegurar que todo consintió en relativos tocamientos, o intentos de tocamientos, que la mujer rechazó antes de que sobreviniera el trágico final.
Un suspiro de alivio recorrió los pechos de los presentes. Se temía que además de la desgracia existiera el deshonor. Y fue como quitarle un peso de encima. Dionisia murió por defender sus prendas y había conseguido conservarlas. Ello contribuyó a rodear la muerte de una aureola de martirio. Así que la buena fama de religiosa y de casta que Dionisia cultivaba, creció abonada por la comprobación de una telilla que estaba en su sitio, sin romper, como en el primer día de su vida. Se oyó decir que había muerto virgen y mártir, como una santa. Aunque no se pudiera devolver la vida a la desdichada, parece que no era lo mismo acabar virgen que ir a la tumba deshonrada.
Todo el día del sábado pasaron responsos por donde la muerta. Lo mismo por la mañana en el Molino que luego en la casa concejo, donde quedó expuesta, iban los vecinos de Valdelacasa a rezar un rato. Estaba tendida en la mesa, tapada, y con la astilla encima; unos cirios constantemente encendidos, con sus padres y hermana a la cabecera, vestidos de luto. La gente iba, se persignaba y rezaba un momento. El que quería la destapaba para verle la cara, el que no, daba el pésame, volvía a santiguarse y se retiraba en silencio.
El domingo 25, por la mañana, acudió Gregorio Iglesias Merino al registro de la casa concejo a inscribir a la muerta en el libro de defunciones. Gregorio era un poco el ilustrado de la familia, sabía leer y era el que más y mejor entendía de papeles. Si alguna gestión se precisaba en el Ayuntamiento, o en el partido judicial, o en la capital, siempre acudían a él. Y a él le gustaba porque le costaba poco y quedaba bien, además de solucionar el problema que se presentaba. No se puede olvidar que aquel año de 1923 sabían leer y escribir en la provincia de Salamanca el sesenta y siete por ciento de los hombres y el cincuenta y cuatro por ciento de las mujeres, lo que quiere decir que el porcentaje, en un pueblo como Valdelacasa, era mucho más bajo.
Dionisia quedó inscrita para la historia en el tomo 12de defunciones, folio 21, del Ayuntamiento de Valdelacasa:
En Valdelacasa, a las once de la mañana del día veinticinco de febrero de mil novecientos veintitrés, ante don Joaquín Rodríguez Miguel, juez municipal, y Segundo Moreno Sánchez, compareció don Gregorio Iglesias Merino, con cédula personal número veintidós expedida por esta alcaldía, natural de Valdelacasa , mayor de edad y estado civil casado, jornalero domiciliado en este pueblo calle de las Saleras; manifestando en calidad de primo, que doña Dionisia Miguel Merino, natural de Valdelacasa , edad de treinta y un años, profesión la de su sexo y domiciliada en este pueblo calle del Solanillo, falleció a las ocho de la noche del día veintitrés del corriente, en el local Molino, calle de
En la vista de estas manifestaciones y de dicha certificación facultativa, que queda archivada, el señor juez municipal dispuso que se extendiese la correspondiente acta, consignándose en ella, además de lo expuesto por el declarante y en virtud de los hechos que se pueden aclarar, las circunstancias siguientes:
Que la referida finada estaba soltera en el acto de su fallecimiento, que era hija legitima de Sebastián Miguel Ramos, natural de Valdelacasa, ocupación jornalero, domiciliado en la calle del Solanillo, y de doña Emilia Merino García, natural de Valdelacasa, mayor de edad, casada, profesión la de su sexo, natural y domiciliada en este pueblo, que no otorgó disposición testamentaria y que a su cadáver habrá de darse sepultura en el cementerio de esta parroquia, transcurridas las veinticuatro horas de su fallecimiento. Fueron
testigos presenciales Francisco Pérez Carrasco y Saturnino Merino Hernández, de esta vecindad y mayores de edad. Leída íntegramente esta acta e invitadas las personas a que la leyeran…
(Francisco Pérez Carrasco era el tío Quico Calama, y Saturnino Merino Hernández, primo de la muerta, el herrero.)
El enterramiento se llevó a cabo el domingo día 25 por la mañana, momentos después de que Gregorio Iglesias obtuviera la licencia, y fue multitudinario. Es costumbre en Valedalcasa, de siempre, acompañar mucho en los entierros, pero en el de Dionisia Miguel Merino se desbordaron todas las previsiones. Acudió en masa el pueblo, que contempló y se solidarizó con las lágrimas de la familia; las del ama Felisa Moreno eran de las más compungidas. No quedaron en sus casas más que los impedidos; el resto acudió a decir el último adiós a la moza.
La comitiva salió de la misma casa concejo, donde esperaba el pueblo con la pana de los domingos. Pasaron por la iglesia, en la que se rezó un responso, y se encaminaron al cementerio. Hubieron de atravesar parte del pueblo hasta llegar a la parte alta, a las Saleras, para tomar la carretera de
La sepultura que recibió a Dionisia, recién excavada, estaba húmeda de su propia sangre. Antes de darle tierra, vaciaron en el hueco el agua teñida de rojo de la pila y del medio cubeto. Se trataba de agua santa por estar mezclada con restos humanos y daba cierto reparo tirarla en cualquier sitio.
Felisa Moreno, tan religiosa ella y tan sensible para estas cosas, dispuso que se llevara el agua en cubos al cementerio. No solamente de los recipientes antedichos, sino toda la del pozo, que Dionisia se merecía eso y más. Entre los criados y algunos familiares mozos empezaron a acarrear el agua desde el Molino al cementerio. Formaron una larga cadena de extraños aguadores.
Se vació por completo el pozo. Aquella mañana de domingo se enterró el agua que se veía ensangrentada primero y luego algo oscura, y el resto se dejó para el lunes.
Además del empeño por darle también cristiana sepultura, nadie se iba a atrever a utilizar aquel agua; ni para dársela a los animales.