Capítulo III
III ¡HAN MATADO A
De lo acaecido aquella tarde de febrero, desde que Dionisia y Julián quedaron solos hasta que Ricardo García Izquierdo encontró las puertas del Molino candadas por dentro, nadie sabe nada pero todo el mundo cuenta. Todo transcurrió en un par de horas escasas y quienes únicamente podrían haber dado razón fueron los dos protagonistas de esta trágica historia. Una no habó por estar muerta y el otro porque no quiso. El resto son conjeturas aunque sean hechas con la mejor intención.
En un principio, Dionisia no se percató de que Julián el Guiñote había trancado las puertas. Ella estaba a lo suyo, al cuidado de la alquitara que no se podía dejar un momento de mano, y lo que pensó fue que Julián acompañaba a Celso Moreno Álvarez hasta la salida y que había entornado la puerta para que no entrara frío. Deferencia hacia Celso desde luego no creía que fuese, aunque con lo detallista que estaba últimamente Guiñote ya no le extrañaba nada. Por no fijarse, ni siquiera había prestado demasiada atención a las últimas palabras de Celso, aureoladas de ciertos sobreentendidos indirectos; lo que buenamente daba de sí la mollera no muy lúcida del hijo de don Hermenegildo Moreno Pérez.
Julián volvió hacia donde estaba Dionisia y la miró con ojos encendidos. Estaba agachada junto a la hoguera, las mejillas presuntamente arreboladas por el calor del borrajo; el pañuelo a la cabeza atado a la manera serrana, graciosamente echado atrás; la frente perlada de sudor. Y la vio guapa. Hermosa y suya, atractiva y a su alcance. La luz que se le prendió en las pupilas azules era extraña y resuelta.
La moza levantó un momento la cabeza y por entre su miopía entrevió la luz –también azul- de los ojos del hombre; al menos imaginó un instante un brillo especial. Como si un sexto o séptimo sentido femenino la hiciera percatarse de pronto de que ella era una mujer y que de frente venía un hombre decidido a parecerlo. No en vano ella era moza madura y algo sabía de miradas y de intenciones.
Lo que no habían visto sus ojos, se lo anunció el corazón: que la puerta había sido cerrada de manera harto innecesaria:
- To, ¿pa qué has cerrao tanto la puerta?
- ¿Cómo quieres que la cierre?
- ¿No habrás echao la tranca?
- Pues sí.
Las respuestas de Guiñote eran demasiado seguras como para que fuera él mismo. En su ánimo parecía que no estaba lo apocado de otras ocasiones, esa timidez que no le dejaba decir ni lo que estaba pensando. Después de irse Celso, le entró una suerte de resolución que lo convirtió en otra persona, un ser echado para adelante, seguro de sí. Ni él mismo se podía creer, seguramente, ese aplomo. Claro que la decisión la tenía por dentro, que por fuera seguía pareciendo el don nadie ladero de siempre.
- ¿Y pa qué? –continuó Dionisia con el asunto de la puerta.
- Pa que estemos más a gusto.
- Anda, deja abierto, no sea que venga alguien –dijo conciliadora la mujer.
- ¿Quién va a venir?
- Pues quien sea.
- Aquí no tiene que venir nadie. Y si viene, que llame.
- Más valiera que te dejaras de bobás.
- No creo que sean bobás, Dionisia.
La vos de Julián Blázquez Redondo pretendía ser dulce.
Dionisia comprendía y no quería comprender. Veía a Julián allí de pie, junto a ella, mirándola fijamente, con insistencia. Como si el par de tientos dados al aguardiente recién destilado le prestaran un momentáneo y provisional arrojo, del que sin duda careciera en circunstancias normales.
Cuando empezaba a salir el aguardiente de la alquitara, si había un hombre presente, echaba una pinta para ver si valía, si daba a alcohol mucho o poco. Y entre Julián, Ricardo y Celso habían hecho de catadores hacía un momento.
El alambique era como una mujer rotunda de formas. Dos cavidades más o menos ovaladas colocadas una encima de la otra, como unidas por la cintura, de ahí el parecido femenino. La parte de abajo tenía unas patas que se colocaban directamente sobre las brasas. Era donde se echaba el orujo. A éste había que añadir un chorro de agua para que empezara a hervir. Una vez iniciada la cocción –no había más que poner la mano y cuando no se aguantaba el calor era que ya estaba lista-, se colocaba la parte superior, la cabeza. Ésta tenía en su base una especie de sombrerete de cobre, bajo el cual pasaba un tubo por donde salía el vapor. (Una alquitara que se preciara había de ser enteramente de cobre, pero, en el caso de que no fuera así, lo que imprescindiblemente tenía que ser de cobre era el sombrerete.) La cabeza se llenaba de agua fría, que era la que realizaba la función de convertir el vaho en aguardiente. El agua se tenía que cambiar al menos tres veces en cada sesión para que cumpliera verdaderamente su cometido. Si al meter el dedo en el agua se observaba que estaba demasiado caliente, había que abrir el tapón correspondiente para que saliera y echar otra más fría, siempre con sumo cuidado de que el sombrerete en cuestión no quedara en ningún momento seco, porque se echaría a perder no sólo el aguardiente, sino todo el alambique.
Las primeras gotas destiladas eran puro bálsamo y quemaban la boca: o se guardaban como madre o se volvían a echar luego entre el orujo para que se suavizara. Había que esperar un poco para poder probar el alcohol y saber si ésa era la graduación ideal. La medición se hacía a base de paladar.
-¿No habrás echado una pinta? –dijo Dionisia al comprobar la ternura cautivadora que el hombre ponía en las palabras.
- Más sereno que nunca. Ya sabes que a mí eso de beber no me va.
A ver si iba a ser verdad que se lo hubiera creído. Si no a qué venía aquel empaque. Ella ya sabía que Guiñote le andaba detrás, que la gente lo decía, y hasta ella misma lo había comentado alguna vez. Pero siempre pensó que en aquello había más broma que otra cosa.
Julián Blázquez Redondo estaba ridículo. No porque fuera feo, de pocos hechos, con su media chepa asomándole por encima del hombro, sino porque, con semejantes aditamentos físicos, la estaba mirando como si fuera un donjuán. Pocas cosas hay que choquen más que un viejo se muestre como de veinte años, que un enano se crea alto o que un contrahecho quiera encantar con su hermosura.
Mejor era no hacer caso. No valía la pena ni quitarle la intención. Ya se lo bandearía ella como en otras tantas ocasiones. Menudo desate, querer tontear con ella allí en el Molino. Como en cualquier otro sitio, desde luego, pero es que resultaba casi más risible allí.
- Que digo yo que podíamos estar aquí los dos tan a gustito –dijo Guiñote iniciando la aproximación.
Dionisia ni le contestó.
- Ya sabes lo que quiero decir, los dos aquí… -insistió el hombre por si acaso la moza no había oído. Definitivamente, estaba locuaz de veras.
- No vamos a poder, hombre: hay buena lumbre, no hace frío ninguno. Pues estaremos a gusto.
- Cómo me entiendes –dijo Julián un tanto soñador.
- Nos ha amolao, yo creo que la cosa tiene las letras bien gordas.
- Entonces ¿qué dices?
- Pues que voy a decir, lo que oyes.
A Julián estaba a punto de hacérsele la boca agua, así que dio un nuevo giro a la tuerca por asegurar más:
- Así, como un hombre y una mujer.
- Digo yo que no vamos a ser un mulo y una vaca. Qué cosas tienes.
Por ese camino llevaba Dionisia las de ganar porque a Julián siempre lo había dominado bien. El hombre se achicaba, si cabe más aún de lo que ya estaba de por sí, ante las respuestas de la mujer.
Con esa manera que tenía Dionisia de seguirle la conversación, pero sin comprometerse, a Julián se le empezaban a enredar las palabras como cada vez que quiso decirle en serio algo. Y ella todo eso lo sabía y se aprovechaba. Se veía fuerte. Dominadora, la reina y el esclavo, el arriero y la mula. En su ironía, estaba casi siempre una pizca despectiva, sin tener que dar una mala descaración.
- Me parece a mí que tú no entiende lo que no te da la gana –dijo Julián algo desvalido.
- Como no hables de otra manera…
Guiñote tuvo que tragar saliva. Le fastidiaba esa cortedad suya a la hora de hablarle a la mujer. Ella con la lengua tan ligera y él trabado, sin poder internarse por el camino que pretendía. No era cuestión de ponerse de malas porque espantaría la oportunidad. Y el caso es que era relativamente fácil porque la tenía allí delante, los dos solos. Y difícil a la vez porque no encontraba la forma de entrarle.
No desesperaba, puesto que contaba con un dato fijo y cierto: ella no lo había rechazado abiertamente nunca –si se va a mirar todo tampoco le había dicho que sí-, y que la gente no habla por hablar. Cuando el río suena es que agua lleva. La de veces que le habrían dado a él guerra con Dionisia; que se anduviera con ojo si no quería que se la levantaran.
Era lo que estaba haciendo aquella noche: andar con ojo y decidido:
- Que ya vamos teniendo edad, Dionisia.
- Unos más que otros. Eso sí.
- Pero como tú te descuides también vas pa vieja. Que ya pasas de los treinta.
- No será lo mismo treinta que cincuenta –dijo Dionisia divertida. Ahora resultaba que Guiñote hacía carantoñas con lo de la edad.
-Siempre el hombre es de más edad.
- Depende pa lo que sea.
- Yo todavía tengo ganas de guerra. Dionisia.
- Anda, presumido.
- Que no presumo. Yo tengo cuerda, que pa engancharme con una mujer no me hace falta a mí…
- Pues búscate una. No sé yo si quedarán pa ti.
Esta Dionisia era desesperante. Igual le reía las gracias, que le contestaba como si la cosa no fuera con ella, que le daba algún desplante.
Julián habíase arrimado más de lo usual. Entre ellos no quedaba más que un suspiro. Aunque ella estaba agachada, y él de pie, fue una aproximación intencionada, sibilina, prevista y muy torpe. El hombre tenía bien pensado que las ocasiones las pintan calvas, que para luego sería tarde, que ahora o nunca, pero tenía poca práctica en estos devaneos.
- A ti era a quien yo quería buscar, Dionisia –y repetía el nombre paladeándolo.
- No habrás tenido que preguntar mucho.
- ¿Por qué no me miras de otra manera?
- Pues ¿Cómo quieres que te mire?
- Que yo me casaba ahora mismo contigo.
- Tú di que sí: aquí te pillo y aquí te mato. Ahora llamábamos al cura y hala, que nos casara.
Dionisia Miguel Merino, cuando se acercaba mucho Julián, procuraba poner un paso por medio. Todo era ir girando en tono ala lumbre. Si él daba una zancada de aproximación, ella daba otra de alejamiento. O metía el dedo en la cabeza de la alquitara, aunque de sobra sabía que le acababa de cambiar el agua; o echaba un chorro de aguardiente en la lumbre –al comienzo de la destilación se producía una llamarada; cuando el alcohol se iba quedando sin grados, se apagaba el fuego- sin que viniera a cuento. El caso era hacerse la atareada.
Cuando se sentía segura, a lo mejor hasta le hacían gracia alguna de las pretensiones del soltero, ciertamente cómicas, y no paraba en mientes a la hora de reírse. Soltaba carcajadas que preocupaban a Guiñote.
- No debías de reírte, Dionisia.
- Será por llorar.
Había momentos en que el galanteador se quedaba sin habla. No es que se tratara de silencios muertos, era falta de labia, de recursos. Como un pasmarote sin saber por dónde seguir. Desde luego el asunto no era tan fácil como él tenía imaginado.
Allí estaba la lumbre, el olor a aguardiente que se metía en la cabeza haciéndola flotar, cual una borrachera sin querer. Y Dionisia sin estarse quieta, sin dejar de trajinar de un lado a otro. Aunque se tratara de un radio reducido, con tanto movimiento era difícil hablarle y más dificultoso pensar. Incluso cada vez que se ponía en cuclillas para soplar el fuego, no dejaba el cuerpo quieto. Así no había manera de llevar a buen puerto una conversación en condiciones.
Cuando Julián se acercaba demasiado, Dionisia notaba que la envolvía una febril actividad: como un acto reflejo. Metía un racho requemado en el centro de las brasas, arrimaba una astilla, volvía a meter el dedo en el agua, cuando con una vez hubiera sido suficiente. Se llegaba al pozo a sacar un caldero de agua; llenaba la pila sin que fuera exactamente necesario. Le pedía al hombre que la ayudase, que él echara el agua con la calderilla mientras ella destapaba el tapón.
Si tenía que contestar, lo hacía distraída conscientemente, subrayando que no se daba por aludida aunque para todo tuviera la respuesta apropiada.
Entonces Guiñote se quedaba parado, de pie, sin saber dónde ponerse: estorbando. La ridícula figura, buscando en su torpe mente cuasi analfabeta recursos lingüísticos, giros hábiles, nuevos caminos para el asedio, otras razones que comprometieran a la mujer.
Recordó que en una ocasión, no hacía muchos días, ella el echó en cara el que no la hubiera requerido directamente para el matrimonio. Un detalle que dio alas a sus dudas. No fuera a ser que por corto dejara pasar la oportunidad. De sobra sabía él que la fortuna no llama más que una vez a la puerta de los pobres, que si se dejaba pasar no habría otra segunda, y a la suya no había trompeado nunca. Pero tampoco se le podía hablar de matrimonio a alguien que no lo miraba a uno, que no se paraba a escuchar.
A lo pero había dejado que se arrimara ese Casto de San Medel porque él, Julián Blázquez Redondo, no le había dicho qué haces ahí. Carecía de razones con fundamento bastante para que las cosas fueran así, pero también le faltaban en el sentido contrario. Todo podía ser y todo era complicado.
Se arrancó de pronto y tiró a bulto; que saliera el sol por donde le pareciera.
- ¿Por qué no te casas conmigo? –dijo Julián sin apenas pensarlo, sorprendiéndose a sí mismo cuando se oyó semejantes palabras.
- ¿Cómo dices?
Ese <<cómo>> era para desarbolar a cualquiera. Casi resultaba preferible que le hubiera contestado con un no rotundo y definitivo que de esa manera. Habría sido preferible porque así significaba, o que no había oído bien, con lo que tendría que repetir, o que no había querido entender, lo que era mucho peor. Hay maneras de desentenderse que duelen más que si pegaran un portazo. Solamente que ya era imposible volver atrás. Julián había iniciado el vuelo y tenía que aterrizar como fuera, aunque se diera un morrazo. Y repitió:
- Que te cases conmigo.
Dionisia no contestó en seguida sino que se tomó su tiempo para madurar la respuesta. Lo que no quería ni imaginar, había llegado y estaba allí delante, dicho. Quién le mandaría a ella meterse en semejantes berenjenales. Con lo a gusto que estaba sin esos quebraderos de cabeza. Porque ya no era cuestión de seguir la broma, ni de hacerse la tonta, ni de negar de mala manera. Y mucho menos de darle palabra. Tuvo que reconocer que estaba bastante clara la razón por la que Julián se mostraba aquella noche tan empalagoso, tan pesado. Así de pronto, como quien dice, hablándole de casarse: Guiñote a ella. Cómo se le habrían metido esas intenciones en la cabeza. Porque ella no había sido, eso desde luego. La criada seguía buscándose justificaciones y explicaciones por dentro pero no encontraba ninguna.
Algo tenía que decir, porque Julián esperaba anhelante la respuesta. No cabía repetir un <<cómo>> para ganar tiempo. Bien clarito lo había dicho y ahora le tocaba a ella coger el toro por los cuernos. Y ella lo que no quería era herir a una persona así. Si hubiera sido otro, en agua de fregar y listo, pero…
Pensó que estaría algo bebido, no podía ser de otra manera.
Eso sí que era tirar por el camino de en medio, seguir la broma en realidad. Aunque tuviera algo de cuidado, eso sí, que a un hombre –aunque Julián lo fuera mal hecho, no dejaba de serlo- hay cosas a las que se debe contestar con tiento.
Por de pronto eligió un tono amable, fraterno, una pizca desenfadado para no darle demasiada importancia:
- Mira que tienes unas ocurrencias. Cómo me voy a casar yo contigo.
- Pues como se casa la gente.
Esta vez pareció ser Julián el de las contestaciones aparentes. Como si ante el titubeo de la mujer hubiera tomado la iniciativa, el dominio de la palabra y de la oportunidad; la lengua rápida y la cabeza lúcida.
Quiso apurar el trabo de su provisional dominio de la situación y añadió un escorzo. Es difícil que los débiles de espíritu se contenten con una leve ventaja.
- La gente se casa con un cura delante y haciendo fiesta si parece que tal.
Era rizar mucho el rizo y segundas partes pocas veces fueron buenas.
Habría que dar paso a ala copla popular, el pliego de papel que quedó de todo aquello para dar cuenta a los que vinieron detrás de la verdadera y trágica historia de Julián y Dionisia:
…estando Dionisia en un portal
cociendo para unos cerdos,
ha venido Julián
estas palabras diciendo:
Dicen que te vas a casar
Con un mozo de otro pueblo;
si no te casas conmigo
esta noche lo veremos.
El cantar habla de cocer para unos cerdos por puro respeto a los amos más que por necesidades de la rima; por eludir el asunto del alcohol y la fabricación casera de aguardiente. Todos los testimonios orales recogidos, prácticamente la única fuente que va conformando esta crónica, coinciden en este término. Al mismo tiempo, existe un hecho , igualmente repetido y presente en las diferentes versiones, que asegura que una de las primeras medidas que tomaron en el Molino, una vez organizado el jaleo, fue retirar y esconder a buen recaudo la alquitara, con la clara intención de ocultar el quehacer ilegal.
Cuanto menos se hablara de ello y más se centrasen en el propio suceso, y de que aquella noche se hallaban sin más los protagonistas en el Molino, mejor.
Lo que sí parece estar bastante claro es que las intenciones primeras de Julián Blázquez Redondo eran honestas, con propuesta incluida de matrimonio. Algo perfectamente válido y que no merece crítica, luego ya queda para la requerida el tomarlo o el dejarlo. Lo que ocurre es que después se torcieron las cosas.
Igualmente coinciden los testimonios en el sentido de que Guiñote no se había casado hasta entonces por pobre y por mal mozo –si se miran con atención los usos de la época, casi más por lo primero que por lo segundo-, y al juntarse las dos condiciones mala salida tenía el hombre. También parece cierto que lo de casarse tampoco lo había hecho Dionisia; que se entendían bien en lo que al trato se refiere; que se embromaban; que Julián el Guiñote era de poco hablar, aunque aquella noche lo hiciera a modo; que la mujer tenía mucho más cuerpo, genio y maneras que él; y que aquella tarde-noche del viernes 23 de febrero de 1923 fue la última que pasaron juntos.
Dionisia iba comprendiendo que había llegado la hora de la verdad. Ella supo en aquel momento y probablemente deseara que no fuese cierto. Hasta aquella tarde se había ido bandeando con facilidad, podía tomar a chirigota los requerimientos del hombre. Pero Julián la había puesto entre la espada y la pared. Ya no valían las medias palabras, ni las enteras riéndose, ni las contestaciones de doble intención, ni los juegos, ni los disimulos, ni el hacerse la tonta. Julián hablaba en serio y parecía resuelto a que aquella tarde no pasara sin obtener una palabra concreta.
Aunque quisiera, no podía evitar el tener que coger al toro por los cuernos. Eso sí, procurar no herir susceptibilidades, pero tampoco andarse con paños calientes. Aún intentaba alargar el tiempo, demorar la respuesta definitiva, pero era porque buscaba las palabras apropiadas. A pesar de los intentos hechos hasta entonces, Julián no se había dado por enterado. Ella sabía que no era de mucho conocimiento y que otro ya habría comprendido que allí no tenía nada que hacer, pero estaba visto que él no se iba a dar por vencido hasta que no supiera lo que quería saber.
Como el repertorio dialéctico de Dionisia no era muy amplio –en cuanto a conocimientos, escribir su nombre con letras gordas y torpes era todo su bagaje cultural-, no existían en su cerebro fórmulas que la ayudaran a mitigar la negativa. Religiosa y amiga de ayudar a los demás sí era, pero no iba a darle la palabra a Guiñote sólo por no decirle que no.
Optó por la vía ya emprendida momentos antes, la de la amabilidad, la de la dulzura dentro de lo posible.
- Pero yo ya tengo novio, Julián.
-Por unos se dejan otros –a Guiñote ya no había quien lo parara, evidentemente.
- Menudo desate –dijo Dionisia, a la vez que movía la cabeza de un lado a otro. Y se le acabó llenando la cara de risa; no se pudo contener.
Aquello no le gustó a Julián porque ya estaba lanzado y ni podía ni le convenía volverse atrás. Tomó del brazo a la moza y le echó el aliento en el cuello. No es que resultara un movimiento intencionado, era que la cabeza de Julián apenas llegaba al hombro de Dionisia. Lo que en absoluto impedía que Guiñote desgranara las palabras con una intención caliente. Le salían densas y arrastrándose como culebras:
- Yo estoy loco por ti, Dionisia.
Ella se soltó de un tirón, todavía divertida. Cualquiera que viera la escena se desternillaría. Hasta les sacarían cantares. Casi era mejor que estuvieran las puertas candadas porque de lo contrario se templaría a reír.
Se puso en jarras como quien se pone serio un momento para reñir a un niño travieso. Haciendo el payaso de esa manera, resultaba imposible ponerse seria del todo. Ni siquiera andar dudando si lo iba a dañar con un desplante u otro.
- Que ya no estás en edad pa estas cosas, Julián.
Guiñote sabía, porque lo había oído y entrevisto en los torales, que el trato con las mujeres era a base de eso: de rechazos que en realidad eran invitaciones; un decir no cuando lo están deseando; robar lo que querían dar; una negativa para que no las tomaran por lo que no eran, por unas pelanduscas. Pero era una manera de aceptar. Hasta esa clara referencia a su edad la entendió como un modo de tontear, una forma de darle pie para que él siguiera con sus avances.
Hasta ese punto estaba ciego.
La enseñanza que sus cincuenta años le habían procurado, en medio de tantas conversaciones de hombres solos, era que el amor consistía en esperar escondido a la moza, sorprenderla en lo oscuro y palparla. Así venía siendo desde que la vida era vida y así seguiría siendo. Al principio la mujer tenía que oponer cierta resistencia, porque no dijeran, pero en el fondo estaba esperando como agua en mayo. Ése era el trasteo de un hombre con una mujer y no otro.
Para empezar, él y Dionisia se conocían y se tenían ley desde hacía mucho tiempo; ninguno tenía veinte años, sobre todo él, por lo que sobraba todo ese arrebato burlador. Los ratos pasados juntos en hermanada compañía, acaso favorecieran la confianza, pero impedían esa clase de devaneos. Lo tenía más fácil que otros para entrar de cara y quedaba algo tonto entrar a saco.
- Bien sé yo los años que tengo.
- Pues se nota poco, pa que andes con esas boberías.
- Y también sé que le puedo dar a una mujer lo que me pida –señal inequívoca de que Julián ya no atendía.
- No serán pesetas lo que le puedas dar tú.
- Nos podríamos apañar.
Lo que Guiñote pensaba al respecto era que ella tenía un trabajo seguro y que a él no le iba a faltar algún chaperón que otro. Además, estando ella en buena relación con los amos, no le resultaría muy difícil buscarle un hueco en casa de Filomeno.
No existían problemas, por tanto, en ese aspecto del futuro en común.
- Pero eso no puede ser. ¿No ves que yo ya tengo novio?
- No creo que ése te pueda dar más que yo.
- Hombre, algo más joven sí es.
Esa contestación sí hizo daño a Guiñote. Era como venírsele abajo un castillo de naipes. Jugar a conseguir una mujer, gallear, comparar sin referencia los atributos masculinos, sí. Mas en lo tocante a los años, nada podía decir y le escoció.
Se le puso en el entrecejo un brillo de rabia, acaso de odio contenido. Imposible discernir del todo si contra la moza, que no se prestaba al juego, o contra el entrometido forastero. Pero fue suficiente para hacerle comprender que había de cambiar la táctica si quería, esa tarde del viernes, sacar algo en claro. Tenía que dejarse de casorios, de si tenía o no tenía, de futuros más o menos inciertos, e ir al grano. Lo de ponerse a competir con ese Casto de San Medel, estaba visto que no iba a proporcionar resultado porque ella iba a salir –y ya había salido- con lo de la edad.
Para él era mejor liarse la manta a la cabeza y tirar para adelante. Lo que él quería, lo tenía cerca y lejos al mismo tiempo. Como si constantemente estuviera cambiando el aire a la veleta. Si nada había que hacer por las buenas, por lo del cura delante y
Dionisia se acercó al montón de troncos secos que tenían apilados por dentro de la pared del techado, a buscar un par de astillas que añadir a la lumbre. Dos troncos de fresno, divididos horizontalmente en cuatro trozos iguales que harían buenas brasas. Julián la siguió y, conforme la mujer dobló la cintura para tomar los maderos, le puso la mano en los riñones. Una mano que dejó allí a ver qué pasaba, posada como una pluma. Tan levemente que ella ni se percató. Porque cogió el par de astillas debajo del brazo y volvió a la claridad del resplandor del fuego como si nada hubiera pasado.
Julián también volvió, y más contento que unas pascuas. Los quebraderos de cabeza que había llevado, para luego resultar tan fácil. Aquello iba a ser lo mismo que coser y cantar. No hacía falta alforjas para ese viaje. Y se enceló.
Mientras la otra atizaba, él volvió a ponerle la mano en la cintura, un poco más abajo. Pero no se conformó con posarla sino que apretó. Esta vez sí que se percató Dionisia del apretón porque se asustó. Se irguió de un salto y apartó con un manotazo la caricia del hombre.
- Eso no me ha gustado nada, Julián. O te estas quieto o me enfado.
En contra de lo que pudiera parecer, Guiñote no esperaba una reacción distinta, por lo que consideró el rechazo, no como negativa, sino casi como invitación a seguir. La primera vez había aguantado bien y en la segunda no se le iba a entregar con los brazos abiertos. Se estaban cumpliendo todas las teorías aprendidas en la taberna.
Seguro que la mujer sí quedó verdaderamente ofendida y no le dio un soplamocos porque era como abusar de un enclenque, dada la diferencia de fuerzas. Ahora que, si volvía a intentarlo otra vez, ya no cabrían contemplaciones y se iba a enterar Guiñote de quién era ella. En ocasiones puede que fuera preferible dar un escarmiento a tiempo. De lo contrario pasaba que se creían que todo el monte es orégano.
Indudablemente el pensamiento de Julián transcurría por vericuetos distintos. Tenía encendida la sangre y no pensaba pararse en barras. Excitado por ese enredo de robar una caricia, de que le dieran un empujón, la emoción del riesgo, el vértigo del precipicio.
La moza era aquella tarde un precipicio para Guiñote; una sima profunda a la que deseaba arrojarse de cabeza; un abismo de carnes prietas, abundantes, bien formadas, con cada bulto en su sitio. Podría pensarse que las ideas sexuales de Julián Blázquez Redondo se aproximaban bastante a una forma de maceramiento de carne cruda, pero sobre gustos, manías y fantasmas en cuanto a lo erótico no hay nada escrito.
Se podría asegurar sin lugar a error que nunca el hombre había estado tan cerca de mujer como aquella tarde de febrero, ni física ni sentimentalmente. Nunca encendidos los instintos de esa manera. Hasta entonces había tenido el conformismo de los desarraigados; de los que saben que nada les corresponde y, en consecuencia, a nada aspiran. Ver, oír y callar. Nada había sido ni nadie lo había mirado. Ni habíasele presentado ocasión alguna para que afloraran sus más primarios instintos.
Aquella tarde tenía la valentía de un hombre ridículo, tan hombre como el que más. Un hombre y una mujer enfrente: que pasara entre ellos lo que tuviera que pasar, a nadie tendrían que dar cuenta alguna. Tan sólo lo que a los dos les apeteciera.
Contribuía a ello el anochecer, cuando todos los gatos son pardos y se impone el misterio; la soledad, el penetrante olor a aguardiente que mareaba e invitaba a la audacia; el amor de la lumbre apagado por la lluvia que caía fuera; los guiños de las sombras.
Así que Guiñote no hizo caso de la amenaza de enfado: pudo ser que hasta ni la oyera. Y que no era un sueño, allí seguían las curvas treintañales de Dionisia, atractivas, para cogerlas con tan sólo extender la mano. Sobre todo, lo que contaba era que lo estaban esperando. Puede que lamente humana se haga en ocasiones ese tipo de ilusiones. Y pasó a mayores.
Pasar a mayores acaso consistiera en propinar ciertos apretoncillos en partes más carnosas, más pudendas, o más ocultas; una suerte de beso más torpe que audaz; acaso un abrazo con más consecuencias; una caricia rasposa; igual un achuchón comprometido. La cuestión fue que Julián se metió en más hondos berenjenales y Dionisia se enfadó de veras.
La profunda religiosidad de la moza no le permitía acceder a ciertos manoseos voluptuosos con seres de sexo opuesto; y con mayor motivo si ese ser de sexo contrario no era de su agrado. Aunque lo hubiera sido, tampoco lo habría permitido, porque las cosas o se hacen como Dios manda o no se hacen. Así que la envolvió una nube de piadosa ira y no se anduvo con miramientos: estaba visto que con aquel engendro no valían las buenas maneras, ni los velados rechazos.
Se indispuso, enrabietada, y sin preguntar la hora le dio un fuerte empujón a la vez que se le llenaba la boca de improperios. Puso en práctica todo el repertorio de insultos por ella conocidos: desde asqueroso a cacicón, pasando por marrano, continuando por guarro, que qué se había creído, que a ella no había habido quién, que mameluco, que borrego y que fuera a tocar a su madre. Toda la retahíla de una vez, sin pararse a respirar.
De resultas del empujón, y habida cuenta de la endeblez de Julián, así como la fuerza de Dionisia, salió el hombre despedido, yendo a dar, no sin cierto estruendo, con sus huesos contra el montón de troncos secos. Al mismo tiempo que su cabeza entraba en colisión con el saliente de una de las astillas preparadas para dar de comer a la lumbre.
Guiñote no sintió los insultos como pedradas, lo que le dolía era el golpe de su cabeza. Se la tentó creyendo que se la había abierto y se le nublo la vista.
Dionisia Miguel Merino se dio cuenta casi al instante de que no había medido sus fuerzas y de que acaso hubiera empujado con excesiva potencia. Vio a Julián llevarse la mano a la cabeza y a ella se le ocurrió que el hombre, ante tesitura semejante, podía tener una reacción descontrolada. Así que consideró que ya había mostrado con claridad sus intenciones, el rechazo radical y la inutilidad de nuevos intentos. Mejor no insistir en la violencia, por lo que pudiera pasar.
Conservó un matiz de advertencia quitándole hierro al asunto:
- Vamos a tener la fiesta en paz.
Guiñote no contestó y Dionisia dulcificó aún más el tono de voz:
- Qué necesidad tenemos de andar con disgustos.
Ni siquiera lo miraba por no encontrarse con sus ojos torvos. Se acurrucó junto a la lumbre e hizo como que estaba muy atareada, como que nada había pasado.
Julián Blázquez Redondo estaba ciego. La sangre que no le salió del estacazo se le había puesto por delante de los ojos, como una nube roja de odio que se hubiera parado entre las cejas. Ofendido, despreciado, dolorido y rabioso era como se encontraba. Desde luego ya no miraba a Dionisia como a un cuerpo atractivo que pedía guerra. La veía enemiga: de todos los desprecios que había sufrido en la vida, ninguno como aquél. Nadie lo había engolosinado así para luego darle la patada de ese modo. El dolor físico y el de por dentro.
Junto a él estaba la astilla contra la que se había golpeando en su caída.
Una fuerza extraña e irreprimible lo envolvió obligándolo a tomar con ambas manos el madero. Era la ira, el despecho, la rabia quien movía sus pasos; quien lo llevó hasta la vera de Dionisia sin soltar el tronco. Nunca se pudo explicar lo que hizo.
Quiso darle un escarmiento, que de él no se reía nadie. Empezó a golpear sin conocimiento. Para que aprendas. Como si allí, en aquella violencia desmedida, salieran juntas todas las miserias, todos los sufrimientos, toda la pobreza, todos los desprecios pasados.
El primer golpe se lo dio por la espalda y en la cabeza. La pobre Dionisia no tuvo tiempo ni de quejarse: cayó como un saco hacia delante. La pronunciada arista de fresno fracturó el hueso y produjo un chorro de sangre. Guiñote no veía y el segundo estacazo también fue a la cabeza. Dos golpes secos, inconscientes, locos, que le quitaron el conocimiento a la mujer sin darle tiempo a que se enterara de nada. Él nunca supo los golpes que había descargado, pero fueron siete, alguno sobre el cuello y la espalda del cuerpo inerte. El criminal se había liado a dar golpes cual si creyera que cuanto más golpeara mejor eliminaría el efecto de las primeras heridas. Una extraña reacción contraria de mente que estalla e ignora cómo dar marcha atrás.
Hubo un momento en que Julián Bláquez Redondo, el Guiñote, fue plenamente consciente de lo que estaba haciendo: se asustó y tiró lejos de sí el arma contundente. Quedó un instante pasmado, a medio despertar de la pesadilla, no comprendiendo y viendo lo que acababa de hacer. Miró el escenario que le daba vueltas como desde arriba, irreal, cambiante.
En lo primero que pensó fue en reanimar a Dionisia. Se acercó a ella y no se movía. Arrastró el cuerpo hasta el pilón pegado al pozo; le quitó el mandil y con él intentó lavarle las heridas. Era mucha la sangre que salía por todas las partes, que estaba en todos los sitios, como si el Molino fuera el herido y sangrara por cada rincón.
Quedó un reguero desde la lumbre hasta el pozo, había salpicaduras por doquier, cuajarones esparcidos por el suelo. Sangre en su propia blusa, sangre en la pila, sangre en el delantal. Guiñote sólo veía sangre. Y ni un sonido emitía Dionisia: ni un movimiento, ni un palpitar que confirmara un hilo de vida.
A Julián el entró un miedo infinito al sentir que no volvía en sí, tuvo la imperiosa necesidad de hacer algo, pero no sabía qué. Miró las esquinas del Molino, el propio pozo, la puerta cerrada, el cabañal, las cuadras. Al principio se le ocurrió esconder el cuerpo e irse a su casa. Difícil solución. Le pareció oír voces en la calle, lo que contribuyó a aumentar su terror. Todo le acusaba, hasta el propio silencio. Como si el aire se hubiera parado, igual que la lluvia, para que todos oyeran su respiración sobresaltada. Cada objeto parecía apuntarle con el dedo.
Quién le mandaría a él estar aquella maldita noche en el Molino; quién, meterse donde no le llamaban. Menuda falta le habían hecho a él nunca las mujeres para que se hubiera dejado entontar así. Pero nada tenía ya remedio.
Era preciso esconder el cadáver de Dionisia y todos los lugares le parecían inapropiados. Si acaso el pozo. Le pareció la solución menos mala. A lo mejor allí no lo buscaban y a él no le preguntaban por ella.
Nadie logra entender cómo un hombre como Julián Blázquez Redondo, más conocido por Guiñote, pudo cargar con el cuerpo de Dionisia, subirlo hasta el brocal del pozo y dejarlo caer dentro. Si casi le doblaba en peso.
Fuera de Valdelacasa, la primera noticia que el público tuvo del crimen apareció en el encerado que El Adelanto acostumbraba a colgar en
El encerado igual servía para anunciar un crimen cometido esa misma noche que para enterar de los números premiados en la lotería nacional. El sistema funcionaría hasta bien pasada la guerra civil.
A primera hora del sábado 24 de febrero de 1923, los madrugadores paseantes de
Espantoso crimen en Valdelacasa
Un hombre mata a otro a estacazos, arrojándolo después a un pozo.
Béjar, 24. En el pueblo de Valdelacasa se ha cometido anoche un espantoso crimen, que ha causado profunda sensación.
Miguel Merino dio muerte a estacazos, en un pajar, a Julián Blázquez, arrojando después su cadáver a un pozo.
(Como se puede comprobar, existe un claro baile de nombres, cambio de sujetos y trueque de sexos. Lo único cierto es el lugar, Valdelacasa, la estaca, la muerte y la intervención del pozo en el desarrollo de los hechos. Por lo demás, podría tratarse de otra noticia. Curiosamente, en la misma página de la información, el propio periódico inserta una publicidad realmente pretenciosa: <<
Félix Antigüedad, el corresponsal de El Adelanto en Béjar, ve publicada su crónica en el número del domingo día 25, concretamente en la segunda página de su diario.
Crimen en Valdelacasa
(Por telégrafo)
Béjar, 24 (23:30). Acaba de salir el juzgado de instrucción de ésta, para el inmediato pueblo de Valdelacasa, donde, según me comunican, ha ocurrido un espantoso crimen.
Anoche, el vecino de dicho pueblo, Julián Blázquez Redondo, mató en un pajar con una estaca, a su convecino Dionisio Miguel Merino, a quien después, y sin duda para ocultar el crimen, arrojó a un pozo.
El pueblo de Valdelacasa se encuentra consternado ante tan tremendo crimen, del cual está instruyendo las primeras diligencias el Juzgado.
En cuanto éste regrese a Béjar, comunicaré detalles del sangriento suceso – Antigüedad.
(También confunde el sexo de la víctima, aunque en conjunto se acerque más a la veracidad de lo sucedido.)
Hasta Madrid llegó la noticia de la faena de Guiñote. Dos periódicos de la capital,
Quién le iba a decir a Julián que su nombre saldría en los papeles de Madrid; y junto a nombres como los de Einstein, que por aquellos días realizaba una visita a España; o el de Ignacio Sánchez Mejías, gravemente herido en la plaza de toros de Lima.
Una joven asesinada a palos
Béjar 26 (
La joven defendió y fue agredida a palos por Julián. Tan graves heridas recibió en la cabeza, que falleció a poco, y entonces el asesino arrojó el cadáver a un pozo…
En parecidos términos se expresaría El Sol en su edición del martes 27. Insertó la noticia en su tercera página, bajo la relación de un mitin dado por
Mata a una joven a palos
Béjar 25 (
Aprovechando la circunstancia de encontrarse solos en un molino, trató de abusar de la muchacha, y como no lo consiguiera la golpeó con un palo hasta causarle la muerte. Luego arrojó el cadáver a un pozo…
Desde luego jamás pensó Julián que su nombre fuera a llegar a la capital, un sitio inalcanzable donde decían que estaba el rey.
Tuvo que costarle mucho meter a Dionisia en el pozo; por el peso del cuerpo inerte, por las escasas fuerzas propias, por la estrechura relativa del brocal, y por el miedo que él tenía clavado en el alma…
Por su mente debió pasar en un segundo toda la película de su vida. Lo que él alcanzaba a recordar. Y en su memoria sólo habría privaciones y mal vivir, y soledad. Igual rememoró hasta las veces que había estado en ese maldito Molino, o la risa fresca de Dionisia, la guerra que le dieron con ella. Pensó en las explicaciones que tendría que dar. Razones que no tenía ni para él mismo.
Ya se había perdido el cuerpo de Dionisia en la negrura sin fondo aparente del pozo. Pero quedaba la propia presencia de Julián, más insoportable para él mismo que el cuerpo del delito porque no sabía qué hacer con ella.
Miraba por el hueco y todo lo veía negro. Pensando a marchas forzadas en una solución y su cerebro que no daba para mucho. Cada ruido que oía era gente que se acercaba para ver lo que había pasado. Las gotas de fina lluvia que caían en el corral eran otros tantos ojos que miraban. Y él allí calándose como un pasmarote, parado junto al pozo sin saber dónde meterse.
Acaso oyera las voces de Ricardo García Izquierdo llamando a Dionisia. Se quedó quieto a ver si pasaba de largo: imposible. Se le ocurrió lo del suicidio, pero no se decidía: también le daba miedo. Si él pudiera matarse nadie preguntaría nada, ni nadie lo lloraría, ni lo echarían en falta. Y daban golpes en la puerta de la calle. Mejor morirse.
No lo pensó más y se metió en el pozo. Se agarró a la cadena, los pies metidos en la caldereta y fue bajando. Llegó a la superficie del agua y allí quedó porque la carrucha enganchó el nudo de la cadena. Aquella inesperada pausa en la bajada lo llenó de dudas. Acurrucado en el pequeño caldero, aprisionado, más que salvado del agua. Cada vez con más miedo.
A lo mejor cuando lo descubrieran a él dentro del pozo creían que se habían querido matar los dos; o que alguien los había tirado y él se cogió a la cadena en última instancia. Un suicidio como el de dos amantes de un mal cuento; un crimen contra dos inocentes. Justificaciones con poca base, demasiado fáciles para ser creídas. Pero para su cobardía valían porque allí abajo había mucho miedo.
Acertó a pedir auxilio y le entró pánico de que no lo oyeran y acabara ahogándose de verdad.
Oyó voces más cercanas y no supo si soñaba o si ya estaba muerto. Sólo que eran rumores ciertos, gente que entraba en el Molino, que ya estaba dentro. Incluso timbres conocidos. Ricardo, la tía Felisa, Filomeno, el zapatero. Nadie miraba en el pozo y volvió a pedir socorro.
- ¡Que estoy aquí!
Después la voz del ama, dirigida a él como si él fuera Dionisia.
Tiraban de la cadena, lo fueron subiendo: los pies metidos en la caldereta, todo él encogido, como un bultito atemorizado. Y la cara del hijo del tío Cabrera, su tocayo, mirándole con sorpresa. Y la mano de Tomás Nieto Rodríguez, Clavel, ayudándole a salir. Alguien que le tiró una mano por los hombros y lo arrimó a la lumbre. Unos instantes en los que le prestaron atención, casi con miramiento.
Luego ya vinieron las preguntas sobre Dionisia, y él sin poder contestar a derechas. Los interrogatorios, las propias contradicciones, las amenazas y el miedo.
- Yo no sé nada, matadme.